caprichos de palabras y colores para navegantes... "La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas". (G. Flaubert). Mis libros de narrativa publicados: la novela Último verano en Stalingrado (Grupo Editorial Sur, 2014); Alma rusa (Edulp, 2020, crónicas) y Yegua (Cuero, 2021, cuentos)
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martes, 31 de julio de 2007
R, uno de mis maestros
Cuando la vida es generosa con uno, se tiene la fortuna de encontrar a los maestros apropiados en los tiempos y lugares más inesperados.
Recuerdo exactamente qué día decidí tomar a R. por maestro, una decisión, por otra parte, de la que no fui consciente en aquel momento. En el teatro de títeres en el que me encontraba, en medio de muchas marionetas que jugaban a la política o al divismo, mientras me ganaba un aburrido ensueño de esos que nos llevan a dejar el cuerpo en un sitio mientras la mente viaja por lugares más armoniosos, escuché de pronto una voz HUMANA y un pensamiento honesto, original y de amor al prójimo. Por supuesto, una forma de reflexionar que no está de moda. R, decididdamente, no es un hombre a la moda, lo cual dice más de la baja calidad de la moda en la política y el intelecto contemporáneo que de la desubicación estilística de R.
Pocos días después leí un texto de él que se titulaba "Contra lo ineroxable". Si solo hubiera escrito ese título, ya me hubiera bastado para confirmar la elección. Que atrás de ese texto, o más bien, de otros que acompañaban el libro en el que fue publciado, hubiera además una sorprendente historia de una admiradora-enamorada secreta, que R. se tomara con tan buen humor mis comentarios al respecto, que yo guarde ese libro en mi armario de la oficina, fue inevitable.
Yo no sabía entonces que iba a trabajar con él y que me iba a dar unas muy apreciadas lecciones. ¿Lecciones de qué? Los maestros no dan lecciones de algo en particular: simplemente, si nos aceptan como discípulos, lo cual no es necesario etablecer mediante ninguna explicitación, comparten generosamente con nosotros los mundos que habitan, los libros de los que gozan y nos abren muchas puertas.
Una mañana, mucho tiempo después, soñé que R. me pasaba a buscar con el General Perón para ir a visitar una escuelita del conurbano, donde se llevaba adelante un taller de enduadernación de libros antiguos. Los paisajes que recorríamos y el edificio escolar parecían salidos de la imaginación de Santoro. Ambos compartimos el secreto de que Perón estaba vivo y dispuesto a luchar contra intendentes mafiosos. Me desperté esperanzada y con la necesidad de contarle a R. el sueño: lo había percibido un tanto triste y escéptico del género humano por esos días.
Convinimos en que ese sueño era un mensaje: el hecho de que termináramos mencionando que yo le observaba al General los zapatos, perfectamente lustrados, y que eso me recordara a mi abuelo Antonio y a su cajoncito de lustrar constituyó un prodigio simbólico. R me contó que su propio abuelo le había dejado, como herencia, un cajoncito igual, que todavía conserva.
Sospecho que si R, lee en algún momento este comentario, una sonrisa cómplice se dibujará en su boca y tal vez se deje llevar por sus propios recuerdos y ensueños.
sábado, 28 de julio de 2007
El invierno
Esta es una interpretación del invierno que María nos hace. A pesar de los tonos fríos y el contraste de blancos y azules, no podemos, de todas maneras, hundirnos por completo en la melancolía. Y sin embargo, tal vez sí. Si tuviera este grabado en mi dormitorio, mis mañanas invernales serían, sino más optimistas, al menos más esperanzadas y calmas.
viernes, 27 de julio de 2007
Fantasmas que escriben cartas de amor
Dos veces me pidieron la mano por carta. ¡La mano! El mismo año, con diferencia de meses, dos hombres locos que nunca me gustaron en lo más mínimo.
Uno me regaló un libro de poemas, además, de su autoría. Me dedicaba un poema: un soneto de estructura clásica y tema erótico, con una escena detallada de sexo anal que al parecer, yo le había inspirado, tras ejecutar una bizarra imitación del sepuku de Mishima, en una tarde campestre que no debió de haber existido.
El otro me compuso un disco de canciones de cuna para mi hijo, unos años antes de emerger la carta, detrás de la puerta de mi casa y con sus correspondientes estampillas, en donde contaba una serie de mentiras referidas a cuánto me había amado en los últimos 20 años, en los que apenas nos vimos tres o cuatro veces.
Hace no mucho tiempo, el colmo: otro hombre loco de mi pasado apareció en un mensaje de texto en mi celular. Me dice que quiere verme y que está deprimido. Yo apenas recuerdo su cara.
Por supuesto, el hombre que deseo desesperadamente, me ignora y me castiga con una indiferencia que me avergüenza describir.
Mientras tanto, estos fantasmas del pasado escriben cartas de amor, dirigidas a mi casa o mi teléfono, como si en verdad supieran quién soy.
Es para vovlerse loca.
El mejor regalo que me hizo S
Cuando lo escucho no necesariamente me recuerda a él, pero sí me devuelve, a veces como caricias y a veces como nostalgia, una gran porción de infancia que me dan ganas de comer como si fuera una torta de chocolate o un lemon pie.
Bromeando, y citando a mi amiga M, yo le decía que si una chica tiene un romance con un músico, guarda la secreta esperanza del "tema propio". Una composición que nunca llega, excepto que las personas se enamoren y, luego, desde ya, se abandonen.
Como S fue un buen amigo, a cambio del tema propio, me regaló un tesoro de buenos recuerdos en forma de canciones de mi infancia.
Una vez le hice escuchar el disco a mi hermana y otra vez a L. Ambas, en sus diferentes estilos, apreciaron la cualidad del regalo.
Buenos Aires y las personas que habitan en mi memoria
Nada me apasiona más que el género humano, y nada me fastidia tanto.
También hay personajes literarios o del cine que forman parte de mi vida casi como si fueran de carne y hueso: puedo enamorarme de ellos, odiarlos, estar pendiente, actuar para ellos, desear que me deseen, necesitar tomar un café y saber si lo endulzan con azúcar o edulcorante o si lo acompañan con medialunas.
Están las personas que habitan en mi memoria: van y vienen, en oleadas, a veces están muy presentes y otras desaparecen. Ciertos lugares me las recuerdan ineludiblemente. Buenos Aires es para mí el hogar de muchas personas a las que amé o con las que tuve amistad, o solamente sexo, y ya no sé si existen, quiénes son, dónde están. Sin embargo, cuando deambulo por sus calles, surgen inesperadamente esquinas, cafés, librerías, bocas de subte, plazas, estaciones de servicio, paradas de colectivos, donde me topo con los recuerdos y tengo la impresión de que quisiera encontrarme con todas estas personas, destinarle a cada una un momento, conversar, saber a qué se dedican, qué música escuchan, con quién se acuestan, si han tenido hijos, qué piensan de la política del gobierno, qué libro están leyendo, si han viajado. Esas cosas.
Tiendo a pensar que me han olvidado y que si pasaran a mi lado no sabrían quién soy, no porque esté cambiada en mi aspecto o en mi modo de ser, sino porque me resulta difícil concebirme en la memoria de los otros.
Me pregunto si existe un lugar llamado Plaza Francia, si E. todavía pasea por ahí, después de ver una muestra en el Centro Cultural Recoleta, si compra artesanías de plata en la Feria, si es que la Feria es real, o si cuando recorre librerías en la calle Corrientes, tal vez con un novio o con un marido o con hijos, se pregunta por mí.
También me pregunto cómo será la casa en la que vive S, con su chica, si tendrá ese aspecto un tanto esnob de su anterior loft, si ella lo adorna con flores frescas y si comen sentados en el piso, sobre almohadones, con lo platos apoyados en una mesa ratona.
Si algún día, cuando camine por calle Chile, me acordaré de E, de nuestros almuerzos en la fonda de la esquina de la delegación, o en restaurantes y bares más bonitos, de nuestras charlas de política y de la vida, mientras miramos vidrieras de zapatos y yo fumo o ella observa cada fachada antigua o edificio moderno com si fuera su próximo hogar.
Me pregunto si cuando maneja por la Avenida Callao él alguna vez se acuerda de esa tarde de hotel, de extravagantes recorridos por las librerías, de complicidades que ya no me interesan hace años, aunque alguna vez llenaron mis noches de expectativas.
O la vez que, casi niña todavía, me perdí en el sesenta, de Palermo a Constitución o al revés.
Algunas cenas en el Club del Vino, un recital del Chango Farias Gómez, con amigas, u otro de Pángaro, con alguien a quien ya olvidé también.
La casa de los jesuitas, esa mañana de sol, en donde conocimos al viejo caballero intelectual, en un barrio donde parecería que no existiera ni la pobreza ni el hambre, y en donde el tiempo se detiene y uno puede pensar en cualquier cosa, sin apuro. O el departamento del productor de cine que ya murió, con sus pisos en falso damero antiguo, que me recordó Carina los días pasados, mientras mirábamos revistas de decoración, y yo recordaba el estudio con su ventanal y el tablero de dibujo que no sé si existió o si yo lo inventé en mi memoria. Lo que sí sé es que, cuando volvimos de ver la filmación en la catedral en la que debutaba Leticia Brédice, imaginé que esa era una casa en la que me gustaría vivir si fuera más cosmopolita de lo que en verdad soy.
La interminable cola para entrar el estadio Obras, a la presentación de La-la-lá, en la que tenía que encontrarme con M. y con E, después de viajar sola en colectivo desde La Plata y enamorarme de un estudiante que viajaba sentado al lado mío.
Y una enumeración que podría continuar hasta el infinito sin que lograra, jamás, saber en qué memorias y cómo yo también habito, si es que tal cosa ocurre.
martes, 24 de julio de 2007
A la Vida Abierta
La leo, me lee, no sabemos a dónde nos llevará este intercambio. Vamos descubriendo que estábamos más cerca (la palabra adecuada aquí sería "closer") de lo que creíamos, al menos, en las posibilidades de estos encuentros. Como diría mi hijo: ¡Qué emoción!
Una loca ofensa
Cuando alguien se ha construido (a sí mismo y a su mundo) con ladrillos de ofendida lógica, cuando en los cimientos la justificación de su existencia está dada en su certeza de haber merecido otra vida, cualquier acto o evento o reacción que ponga en peligro esa estructura será repelido por el mecanismo de la ofensa silenciosa y airada, en todas sus formas: la distancia, el mutismo, el gesto que parece explicarlo todo y queda, apenas esbozado, en un rasgo bovino.
Yo soy así, afirman con su actitud, que sostienen tozudamente incluso ante espectadores invisibles y fantasmas que habitan en su rencorosa memoria. Yo soy así puede querer decir muchas cosas diferentes: gozo como loca de este modo, mi deseo es la pregunta de los que quiero castigar en torno a mis razones, no quiero que los adivine, no quiero que repare el dolor que me ha causado al ofenderme, quiero este dejarlo detenido en la pregunta, esta parálisis, esta distancia que me alivia de mis propias preguntas incómodas o provocadoras.
Yo soy así: soy mi ofensa y no puedo (no deseo) ser otra cosa, otra clase de ser, un ser que es capaz de asomarse a sus propias contradicciones y sentir temor de sí mismo; enfrentarse a sus propias cabezas de meduza que paralizan y matan. Mi deseo es permanecer de este modo, nos dicen con su silencio obstinado, seguro y calentito, en mi rencor, para no asomarme al abismo del vacío de mi corazón, para no ver el espanto con que sido malquerida, mi ofensa primera, mi ofensa original, la que no puedo perdonar, la de saberme olvidada por quienes hubieran debido amarme.
Parecería un atinado consejo el mantenerse alejado de estas personas moral y mortalmente ofendidas con la vida, en todas sus expresiones. Parecería prudente darles el gusto, cerrar el círculo de su lógica y olvidarlas, para que confirmen su hipótesis, para que al fin hallen su justificación y su perversamente apasionada razón de existir.
Sin embargo, algunas veces dan ganas de tomar a esta clase de personas por los hombros y sacudirlas hasta que caigan de sí, como si fueran una alcancía que se rompe, las monedas de oro de aquello que de valioso los seres humanos guardan en su interior. Y que brillen las piezas caídas con pequeños destellos luminosos, como brillaría un has de luz que penetra, con dificultad, a través de la hendidura entre los ladrillos rajados de su prisión de rencor.
lunes, 23 de julio de 2007
Mi amiga y Barthes
Hace unos días estaba leyendo un ensayo de S. Sontag sobre Barthes y pensaba en mi amiga. El ensayo se llama Recordando a Barthes y me soprendo al enterame que publicó su primer libro a los 37 años, que, si no me equivoco, es más o menos la edad de mi amiga.
Creo que ella está a punto de dar a luz algo auténtico, algo valioso, su primer obra. No doy más precisiones al respecto porque creo que ya he llegado demasiado lejos. Ella sabrá de qué hablo si encuentra este texto y yo habré encontrado una excusa perfecta para hacerle saber cuánto la admiro.
Personas que sufren enfermedades
Hay otras personas que conozco que hacen todo lo posible por padecer una enfermedad grave. Recorren, apasionadamente, los consultorios de los especialistas en busca de nuevos diagnósticos. Se someten a todo tipo de métodos para hallar la causa sui, que difícilmente se encuentre por medio de una ecografía, o una radiografía, o una tomografía. Es como si experimentaran el erotismo de la enfermedad, sin arriesgarse realmente a lo tanático.
Otras personas que aprecio han sido víctimas de falsos diagnósticos de gravedad. Es como si el cuerpo se les hubiera hecho presente repentinamente, después de haber sido castigado, con el olvido o la indiferencia, durante años, emergiendo como un luchador a punto de dar el knock out. Aunque los médicos inescrupulosos merecerían, en un mundo justo, un castigo, su error puede resultar dolorosa e inesperadamente preciso.
Soy Charlotte Simmons
F. me dijo que al comienzo le había gustado, pero que luego se repetía y se repetía más de lo mismo. Creo que fue cautelosa, porque el libro se lo había prestado yo y, por cortesía, no se animó a decirme lo que realmente pensaba: que esa novela era un bodrio o algo por el estilo.
A., en forma coincidente con F., me dijo que, si bien le había resultado entretenida, se parecía demasiado a una telenovela. En palabras de A. eso no es precisamente un elogio. Por el contrario, a mí el género de la telenovela me gusta mucho, al igual que Soy Charlotte Simmons.
Cuenta, sin ahorrar detalles, la historia de una muchacha brillante, aunque bastante ingenua, nacida y criada en una familia pobre e inculta de un pueblito perdido en medio de las montañas, creo que en Virginia, que ansía encontrar su lugar en el mundo por medio del conocimiento. Para ella, todo lo que desea está simbolizado por la exclusiva universidad a la que ingresa, gracias a que es una de los estudiantes más destacadas de todo el país. En cambio, encuentra todo tipo de miserias humanas, tanto en los hijos de los más poderosos empresarios, políticos e intelectuales estadounidenses, como entre los marcketineros deportistas de elite y los jóvenes intelectuales radicalizados y anti sistema. Mucho sexo, poco erotismo; mucho exceso, poco hedonismo y una gran desilusión intelectual.
Creo que mucha gente joven debe sentir y experimentar algo muy parecido a Charlotte Simmons y que esta lectura puede ser más disfrutable, como novela iniciática, para un adolescente o bien, como lectura placentera, para una persona mayor que haya vivido intensamente la juventud. Me atrevo a decir que, aunque en la forma literaria resulte casi antagónico, algo del espíritu de Sallinger esté presente en este texto, como también cierta melancolía de Carlson Mc Cullers y algo de la ironía y la sofisticación de T. Capote también. Sospecho que a quien le haya gustado Dickens durante su infancia, seguramente le gustará esta novela.
Los zapatos rojos de García Bruni y Oriana de Guermantes
Esta obra de Haydée García Bruni es una de mis preferidas. Por nuestra común debilidad por los zapatos y porque proclama, en silencio, el contraste de una playa agreste y despoblada y un objeto absolutamente femenino. ¿Cómo contemplarla sin recordar esa deliciosa escena de Oriana de Guermantes cuando sube al carruaje y se le levanta la falda del vestido de fiesta y asoman sus escarpines rojos?
Otra obra de María Renati
Una obra de María Renati
Maternidad y escritura
No estoy hablando de la cuestión biológica, porque parir es otro asunto.
Ni del uso del tiempo (no hablo de estar atrapando una idea, de haber dado todos los rodeos hacia la palabra justa que surge en simultáneo con la demanda infantil, ma, quiero más jugo; ma, tengo examen;, ma, ¿puede venir esta tarde Ire a jugar?; porque eso se resuelve con cierta organización). Sino más bien de una forma que el mundo adquiere y también, el mundo de las palabras, de la posibilidad de un encuentro honestamente íntimo con la propia experiencia narrativa y el deseo, que debe ser intenso, narcisista. La maternidad es como una postergación de lo creativo o es un posicionamiento de lo creativo puesto al servicio de lo material, de lo real y no tanto de lo simbólico, aunque a veces tenga las peores consecuencias en ese terreno.
Sin embargo, la lectura ofrece otras posibilidades.
Para escribir hay que ser menos madre y hay que estar dispuesta a esa renuncia, hay que colgarse en la frente el cartel del protagónico y olvidar todo lo demás, todo lo que se interpone, todo lo que, en nombre del amor, nos detiene.
Me pregunto si es posible olvidar lo demás y volver a recuperarlo sin perder la sensatez. Me pregunto qué piensan de sus madres los hijos de las buenas escritoras, de las que los han tenido y de las que los han abandonado transitoria o definitivamente. También me pregunto si se hacen esta pregunta.
domingo, 22 de julio de 2007
El mejor escritor latinoamericano vivo
Aunque eso no es cierto, porque Bolaño se murió no hace mucho. Lo peor de su muerte, para mí, al menos, su lectora, y posiblemente para su editores, todos egoístas, no es el sufrimiento de la enfermedad, o del abandono de dos hijos pequeños y de una mujer a la que, estoy segura, amaba. Lo peor de su muerte es que ocurrió cuando apenas lo estaba descubriendo. He leído todo lo que de él encontré publicado.
Mi primer afirmación seguiría siendo válida si tan sólo hubiera escrito Los detectives salvajes. Afortunadamente escribió mucho más que eso.
Es probable que ya se hayan organizado seminarios críticos acerca de su obra y que haya grupos de críticos y especialistas estudiándola -casi como una imitación de algunos de los personajes de 2666-, lo cual, seguramente, a él le haría gracia.
Leo a Pauls y a Bayly sólo porque Bolaño los recomienda.
Bolaño seguramente ocupará cada vez más páginas de suplementos literarios, más homenajes y más conversaciones que lectores, aunque yo tengo la fantasía que existen, dispersos por todo el mundo, grupos secretos de lectores de Bolaño que no confiesan que lo leen ni hablan de él, ni intentan clasificar su obra, ni se consideran a sí mismos eruditos, ni muy inteligentes. Me imagino que hay un público de Bolaño que niega conocerlo incluso, que parece confundirse cuando alguien lo nombra y pregunta, con fingida inocencia: ¿Bolaños, el mexicano? ¿O es Bolaño, el chileno, sin la "ese"?
Un grupo de lectores que lo ha descubierto por uno de los cuentos de Llamadas telefónicas, sólo porque se puso de moda hace un par de años, o que simplemente decide ir más allá de ciertas dificultades que puede implicar pasar de la primera parte de Los detectives salvajes para un lector cómodo o desprevenido.
Un grupo que goza confidencialmente de sus ironías, de su generosa piedad mundana sostenida a pesar de su astucia y su sagacidad, un grupo que se rinde y cae de rodillas y agradece a la Providencia que existan esa clase de escritores geniales, que ven todo, que han leído casi todo, que han vivido y sufrido muchas experiencias extremas, que son valientes, que no se dejan tentar por los atajos, que tienen paciencia, que eluden la cobardía, que saben lo que quieren.
A Bolaño me lo imagino ahora mismo caminando por la orilla del mar, en las playas de Blanes, con los pantalones arremangados, el pelo despeinado, los anteojos algo torcidos hacia un lado, deteniéndose a observar, con disimulo, a una pareja de turistas suecos de edad madura que leen el mismo libro, sentados sobre una lona azul. Y lo veo y me siento una privilegiada porque estoy viendo al mejor escritor latinoamericano vivo. Roberto Bolaño.
Otros blog: la Vida abierta
Este, en cambio, no es un blog de una escritora, de hecho, no hay acá textos literarios, hay una expresión adolescente del capricho de hablar en voz alta, con algunos selectos amigos. Para esos amigos o para algún curioso navegante que se considera a sí mismo como un lector, recomiendo "La vida abierta".
No esperen a encontrar allí una lectura leve, no es el caso de los textos de CF. Si quieren asomarse, en cambio, a textos en los que se combinan un original clasicismo (en el sentido de un extremo cuidado por la forma) y una voz de densidad contemporánea que mi me resuena norteamericana (en el sentido de cierta distancia narrativa, cierto despojo para narrar lo denso), es posible que lo encuentren allí, pero hay algo más. Ese algo inefable de la palabra ajena de un escritor autoconsciente.
Esta mañana M, al hablar de esto con muchas menos precisiones, me dice: ya era hora que ustedes (es decir, CF y yo) intercambiaran textos. Yo le aclaro que no he puesto a disposición de CF mis textos, sino que soy, respecto a ella, una lectora.
M no se detiene en mis apreciaciones, aunque yo he puesto un especial cuidado en la elección de mis palabras. Esto no se debe a M se le escapen las sutilezas, sino porque más bien ha captado un aspecto más brutal y superficial de nuestros comunes pudores con CF, y quizás, de nuestra histeria.
Las amigas que viven en el extranjero
A veces la amistad cambia de forma en la ausencia y se vuelve fantasmagórica. Cuando hay visitas, son como viajes organizados por un médico perverso, de esos que otorgan más citas por día que las que puede cubir un equipo de diez profesionales y ya casi no queda espacio justamente para lo más íntimo de esas amistades femeninas, que es un espacio sin límites, sin horarios, sin coherencia. Ese espacio de la amistad que acepta interrupciones de niños, de llamados, de pruebas de vestuario, pero no de una agenda de citas familiares y los clásicos rituales de los que viven en el extranjero.
Cuando sólo podemos vernos un par de horas al año, y esas horas son compartidas con otros, se convierten en horas ansiosas, en esas horas en donde queremos recuperar lo irrecuperable que es, precisamente, ese dejar que el tiempo simplemente transcurra en la compañía de esa amiga. Entonces nos gana la desilusión y nos vamos, después de la visita, con la sensación de haber cumplido un ritual vacío y que nos deja con ganas.
Ya no sabemos cómo es la mesa donde nuestra amiga desayuna, cuál es su taza predilecta, qué toalla hay en el toallero de mano de su baño, ni siquiera sabemos qué ropa usa, a qué hora se levanta y apenas, muy poco, del hombre con quien comparte la vida..Y a veces se apodera de nosotros la nostalgia, que puede parecerse a la indiferencia, o a la venganza.
Sin embargo, este es mi intento, recién empezado, de que vos me contradigas. Vos sabés que tampoco en la cercanía hay nada garantizado. Yo sé que ahora es de noche en Brest, que estarás descansando, que el nene duerme, que nos vamos acercando, que yo también te extraño.
Porque a veces las amigas desaparecen. Pero a veces reaparecen en el caprichoso laberinto del tiempo.
viernes, 20 de julio de 2007
Memoria y rencor
La memoria repara, rescata, melancoliza, alegra, resguarda, protege y, desde ya, engaña. Todos saben que el rencor envenena y miente y a veces se apodera del corazón de las personas hasta el extremo que ya no podemos distinguir si una persona es ella o su rencor. Una opinión común sostiene, con orgullo: no soy rencoroso, pero no me olvido. Me he escuchado repetirla hasta aburrirme de mí misma. ¿Aquello que no se olvida, aquello que se resguarda en la memoria y se atesora como un bebé, es recuerdo o es rencor?
No olvido tu traición, tu agresión, tu irreverencia. Si permanece en la memoria, acompañado de una sonrisa- aunque sea amarga- de una posibilidad de devenir relato, si se esfuma de pronto y regresa cuando estamos pensativos, tal vez sea recuerdo.
domingo, 15 de julio de 2007
Comentarios de Napoleón a Maquiavelo
Nieve
Conversaciones con C
Y cuando yo creo que estamos hablando de relaciones laborales, o de nuestros maridos, o de Rita Lee, ella me demuestra que estamos conversando sobre nuestros hijos.
A veces, cuando hablamos por teléfono, las dos estamos muy cansadas y al mismo tiempo que hablamos, preparamos la cena, o retamos a los chicos, o atendemos la puerta, y esas interrupciones, en lugar de detener la conversación, se incoporan a ella, la alimentan, a veces la estiran hasta que no da para más, a veces forman espirales que nos elevan.
En ocasiones, pasamos largo tiempo sin vernos, porque la vida es así: ocupada y vertiginosa. Cuando yo estoy pensando en llamarla para ver cómo está, ella me llama primero. Otras veces, soy yo la que se adelanta.
Siempre me siento reconfortada después de verla o de hablar con ella, aunque a veces somos mounstrosamente retorcidas y densas.
Lo que más me relaja es que ella no juzga y sabe escuchar. Lo que más me sorprende es su capacidad de imaginar y asociar ideas y hechos entre sí. Y a veces, me inquieta: nada parece escapar a su escucha y observación.
Simple
Otras veces, cuando me exige razones objetivas para mi enojo, tengo la impresión de que realmente cree en los disparates que dice.
Es probable que él nunca me odie tanto como yo lo odio ahora, y otras veces. Pero eso obedece más a su incapacidad de amar como yo lo amo que a otros motivos.
Si él leyera estas palabras, se encogería de hombros y diría: ya ves, siempre supe que estabas loca.
El parece creer que las personas son descifrables, cuantificables y mensurables.
Si pudiera conocer alguna vez mi intimidad, se asustaría todavía más. Pero a pesar de eso, de lo monstruoso, quizás entendería que nadie ha sido con él tan generoso ni amante.
Los vascos y los lectores
Yo heredé de ella pocas cosas de las que sea consciente, pero una de ella es esa especie de fanatismo y tosudez por ciertas teorías poco comprobables.
La mía es sobre los lectores. Cuando alguien que me cae mal de entrada o tan solo indiferente, me sorprende como lector, al instante comienza a interesarme.
Y cuando la gente que me gusta me revela o me declara que no lee (literatura especialmente, aunque yo creo que todo texto bien escrito es literario), algo en mi cariño disminuye. Luego, hago esfuerzos por recuperar mis buenos sentimientos hacia esa persona y encontrar demostraciones de inteligencia y bonhomía en otros aspectos de su carácter.
No es que no sepa que hay grandes hijos de puta muy eruditos ni santos que jamás se han conmovido con una novela y hasta algunos que piensan que hay algo pecaminoso en el placer de la lectura.
De hecho, la historia de la humanidad transcurrió durante milenios sin lectores, ni libros, ni imprentas, ni escritores, al menos, en el actual sentido de esas palabras.
Creo que en el fondo, me hago la misma trampa que se hacía mi abuela. No es que no sepa que mi teoría hace aguas a la menor confrontación con seres de carne y hueso (me gusta usar esas dos frases hechas, qué se la va a hacer), sino que más bien pongo dentro de la categría de lector lo que caprichosamente se me ocurre y dejo afuera lo demás.
Un lector necesariamente es como un vasco para mi abuela, es alguien que posee virtudes que admiro: es buena gente, es humilde (pero no hace gala de falsa humildad, eh?), es un poco soberbio también, es inteligente, tiene sentido del humor, es curioso, se considera un poco ignorante siempre, sospecha que hay miles de libros interesantes que lo esperan en el futuro y en el pasado, recuerda muchas bibliotecas de su vida, incluso las que nunca existieron, comete el error de prestar libros y aveces es lo suficientemente estúpido de devolver los que le prestan, es de mente valiente (aunque puede llevar una vida cobarde), es atrevido con las ideas, es hedonista y esforzado a la vez o alternadamente y está lleno de dudas, de preguntas y de ideas y gustos contradictorios. Lee a los clásicos, siente predilección por algunos géneros, tiene un secreto panteón de ídolos literarios que no siempre es confesable, y esconde alguna predilección de mal gusto (algún best seller muy malo, libros de cocina, autobiografías aburridas de personajes interesantes o viceversa, etcétra, etcétera, etcétera.)
Es decir, un lector es alguien que merece mi respeto.
viernes, 13 de julio de 2007
Contra los editores
Desde ya, no atacaría (al menos en ese panfleto) a los empresarios dueños de las editoriales, horrendos y salvajes capitalistas multinacionales. Esos serían, en todo caso, cientos de libros y ensayos aparte, ya muy bien y mal escritos, por otro lado.
Me concentraría en los editores, me regodearía en hablar pestes de ellos. Perdonaría a los correctores de estilo y es probable que, en mi fuero más íntimo, intentara hacer excepciones. Después de todo, conozco algunos editores que son lectores y respetan el trabajo de los escritores, pero son pocos. Tal vez perdonaría a algunos editores muy jóvenes, que se estén iniciando en la tarea, porque la soberbia que los caracteriza en el oficio puede serles perdonada como un pecado de juventud. Después de todo, todos los jóvenes apasionados se enamoran de sus oficios o de ciertas reglas de éstos y las consideran religiosamente: como certezas absolutas y con un fanatismo que a veces resulta conmovedor.
Con los muy mayores es posible que me tornara más indulgente y, quizás, los dejaría aparte, como en una nota al pie de esas que los editores treinteañeros y cuarentones detestan porque afirman que vuelven poco amable un texto o que son la prueba de que el texto está mal escrito. (a estos me gustaría verlos leyendo la edición de El Príncipe con los comentarios al pie de Napoleón que no hubieran sobrevivido a la historia de aplicarse, en esa época, su despótica y abortista norma)
Hablaría puntualmente de los editores de edad media.
Conozco a algunos que saben muchísimo de gramática y del uso correcto del español, por ejemplo. Saben armar destacados, reseñas y buscar títulos adecuados y proponer copetes gancheros (incluso hasta llegan a hacerlo bien) aunque no se ajusten en absoluto al tema del que trata un texto. De hecho, si un editor leyera estas líneas, es probable que ya hubiera reescrito la mitad, eliminado varios párrafos y despreciado el conjunto, sin haber sonreído ni una sola vez, porque algo que encuentro que caracteriza a muchos de ellos es la absoluta falta de sentido del humor, al menos, en lo que su trabajo se refiere.
Por momentos actúan como si fueran otra cosa que empleados al servicio de las empresas periodísticas privadas o gubernamentales y hablan con el desprecio de los ricos y los amos acerca del trabajo de otros asalariados, sean éstos intelectuales, escritores, docentes.
Una editora, muy profesional, me dijo un día: los escritores suelen ser tan estúpidos que creen que son ellos los que escriben los libros. (en el supuesto que un editor considere que en este caso el uso de la itálica es un error, que lea a Bolaño, a Jaime Bayly, etc, etc, etcétera. Si eso le resulta peligroso, hay muchos otros autores editados por editores que aunque piensen de la misma manera, saben qué les conviene para conservar sus trabajos).
Yo pensé que la literatura estaba más protegida cuando no existían estos horrendos profesionales burgueses, que por lo general, son gente muy inculta que sólo consume (no lee ni encuentra placer en la lectura) un canon literario, ya sea el que impone la Academia, ya el del establischment editorial, que es más o menos parecido.
Paso muchas horas de mi vida trabajando sobre textos ajenos. He escrito muchas veces en nombre de otros textos de diversos géneros y utilidades. Algunos considerarían que hago trabajo de edición, pero Dios me guarde de ser confundida con esta gente.
¡¡¡¡Abrid las cabezas, señores editores, abrid los libros, hasta lo que están mal editados, encontraréis allí grandes sorpresas y nuevos mundos!!!
Si además de ello, todavía les queda algo de sangre en las venas, quizá vean que detrás de los autores hay seres humanos esforzados, incluso algunos muy sabios e inteligentes y a veces, lo que ustedes consideran errores, es solamente estilo, pero el estilo es algo intransferible, no se estudia en ninguna facultad ni se explicado por ningún dogma único. Es algo maravilloso, que aprende la gente de corazón humilde, que siente amor por las palabras, que confía en la belleza del mundo literario y que está dispuesta a aceptar aquello que no entiende por su propia ignorancia.
Los censores y los editores se llevan bien con los que queman libros, con los que destruyen bibliotecas y con los sabihondos.
Se parecen a los periodistas en varios aspectos.
Tengo la impresión que sin ellos, el mundo de las palabras sería mucho más generoso.
Retrato de una correctora
Para ella las palabras son un asunto amoroso y es fogosa en esas relaciones. Compartimos algunos secretos que podrían parecer, a simple vista, pequeños acuerdos profesionales, pero en verdad, son algo más fértil y laborioso que eso.
A ella le gusta embellecer el mundo, le interesan las personas jóvenes, los libros de poesía, los diccionarios y la rectitud profesional.
A veces me parece que se toma con demasiada solemnidad cuestiones que son simplemente serias. Esa es la judía que le aflora, aun a su pesar, la que extraña a los hijos y a un mundo donde el trabajo bien hecho era motivo de respeto. A veces me parece que ese mundo que extraña nunca ha existido, pero no se lo digo, porque no quiero que se entristezca (más).
En cambio, cuando se pone guerrera, la provoco. Me gusta verla combativa.
Aunque comprendo que las dos son necesarias, la que me gusta más y la que me dan ganas de abrazar hasta que llore y se descargue.
Ideológicas.
Erotismo -hedonismo venusiano.
Elvira y mi madre
Si yo fuera una niña pequeña, tal vez me aburriría con ella. No la imagino a Elvira con una niña o un niño pequeño, aunque es difícil imaginar lo que no se conoce ni se presiente.
Si fuera una adolescente o una jovencita, ya entonces comenzaría a interesarme por ella, su vida, su casa, sus palabras, su ropa y su curiosa manera de ver el mundo.
Como soy una mujer de treinta y pico, estoy fascinada por ella y la hago a veces mi tía, otras mi jefa, otras mi amiga, mi hermana o mi hija. En nuestra amistad, ella a veces es mayor que yo y otras es una nenita. Depende. De esta forma, es más divertido.
Cuando está muy depre o muy verborrágica, yo a veces me impaciento. Pero ella también se debe cansar de mí, del mismo modo que cansan las madres a las hijas y las hijas a las madres.
Siempre me asombra su inteligencia y su flexibilidad mental.
Si fuera un hombre maduro, me enamoraría de ella y la invitaría a ver una función de ópera o de Marta Argerich, la estimularía para que retome el piano y le regalaría buenos perfumes.
Si fuera sus hijos, probablemente actuaría con la misma crueldad e impertinencia de casi todos los hijos. Pero prefiero creer que sería diferente.
Me gusta trabajar con ella, porque está loca, porque tiene mucha fe a pesar de ser tan inteligente, porque es generosa y buena. Y por su humor disparatado.
Nos gusta chusmear y hablar de filosofía y de política y de los demás.
Estoy agradecida de no ser sus hijos, ni un hombre, ni su hermana, porque entones no la conocería como la conozco, sino de otra manera diferente que no me permitiría descubrirla de este modo.
A veces pienso que hay algunas personas de mi edad que sienten por mi madre lo mismo que yo siento por Elvira y me alegro por ello.
Porque como hija, puedo ser cruel y despiadada, soberbia e impaciente, y muy malhumorada. Cuando invito a comer a mi madre los domingos, le cocino y la atiendo y la escucho y le charlo de cosas que no me interesan mucho pero de las que ella le gusta hablar. Pero miro el reloj con mucha frecuencia y a veces me siento abrumada y angustiada. Me imagino que eso pasa cuando se tiene una madre así, que es como una Elvira, pero propia. La madre de una siempre es un enigma, una ilusión, una carga y un tormento, puros torrentes de amor.
Bibliotecas
Las que más quiero son las mi infancia y la que tengo ahora.
Las de la infancia son variadas. Está la pequeñita del tío Carlos. Heredé el mueble y algunos libros que ya se han mezclado con los de otras bibliotecas. Sin embargo, los que más añoro no sé dónde están, si es que existieron. Uno es el cuaderno rayado con los poemas escritos de puño y letra por Rafalel Alberti y dibujados con lápices de colores, también por él. Nunca sabré si fue un sueño, porque de haber existido, valdría una fortuna y nadie en mi familia es rico. Pero lo recuerdo, en mis manos, tocando las páginas con miedo de romperlas. Lo más curioso es que no pueda olvidar este libro, yo, que soy una analfabeta en materia de poesía.
También estaban esos libritos de su vida como oftalmólogo, aunque nosotros decíamos que había sido oculista. Tenía láminas transparentes para ir pasando, sobre un dibujo cruel y anatómico –muy científico- del ojo humano. Era como algunas láminas de anatomía de la Enciclopedia Británica que me fascinaban. Creo que por entonces, era lo más cercano a la ciencia que yo había visto en un libro. Así apliqué por primera vez la frase de "ver para creer", y creí que había algo llamado saber científico en la anatomía. Sólo muchos años después entendí algo -y sólo un poco, para ser honesta- ede esta cuestión del discurso visual.
Pero esa, la de la Británica, era otra biblioteca, la de casa, aunque toda mi casa era como una gran biblioteca. Mi papá compró, a lo largo de su vida, dos ediciones de esa enciclopedia. Una en castellano, del año 64 o 65, en cuotas. Y otra en inglés, con obras completas de varios autores, en 24 tomos, cuando ya no tenía un peso y se estaba muriendo. No sé porque hacía esas cosas. Esa segunda, la inglesa, nadie la consulta. Si embargo, cada vez que la veo en los anaqueles del living de mi madre, siento añoranza de papá y de la biblioteca de la infancia.
También estaba la del rincón del pasillo del piso de arriba, al que nos mudamos cuando yo tenía siete años. La colección Robin Hood de la infancia de mi papá y otros ejemplares más nuevos, de la nuestra. El David Copperfield que más veces leí, era el viejo. El lomo era entelado por debajo del cartón, que se había despegado vaya a saber cuándo.
Todavía conservo una edición de la novela Verdad de Emile Zolá, a doble columna en letra chiquita que era de mi papá cuando era chico. Está dedicada por su tía Rosa, que era traductora de ruso y murió mucho antes de que yo naciera. Por medio de ese libro, y de otros, heredé a esa familia. A Rosa yo la quería como si la hubiera conocido, por ese libro y por el de Juanito el grillo.
Los de Verne, me aburrían, hasta que leí La Vuelta al Mundo en 80 días y todo cambió. La primera vez me lo leyó María Estela en la escuelita, como también los cuentos italianos recopilados por Calvino y las perturbadoras aventuras de Arthur Gordon Pin, de Poe.
Hace poco me la encontré, precisamente, en un velorio. Hablamos de las poesías de Lorca y de Alberti, de los cuentos de Calvino, de Poe, de Kon Tiki y del romance de la Condesita. Esa es una de las bibliotecas que sólo existe en mi memoria, pero es también una de las que más anhelo.
Después llegó la adolescencia. Subía la gran escalera del patio y me encerraba en la habitación donde estaban los libros de mis viejos, los que me recomendaban esperar para leer hasta que fuera más grande y los que leía con esa mezcla de ansiedad por terminarlos y temor de ser descubierta. Allí me enamoré, como Ana, del conde Vronsky y leí la escena más perturbadora de mis doce años sobre lo que una mujer fantaseaba que podía ser un desvirgamiento, en Los premios (“como un marlo de maíz”). Esa fue la biblioteca de mis mejores fantasías adolescentes.
Conservo algunos libros de esa, algunos de la colección de Centro Editor, de mamá y otros de papá. En uno de ellos, mi padre me habló después de muerto. Cuando ya llevábamos unos años viviendo en casas separadas, me prestó un libro que él había leído en el 64 y yo le escribí comentarios a lápiz en varias páginas. Es probable que mi entusiasmo al devolvérselo le despertara curiosidad por la relectura. Agregó comentarios a los míos. Cuando agarro ese libro, casi nunca lo abro. Sin embargo, cuando desarmamos, con mi hermano, la casa de mi padre, me llevé ese libro para mi casa sin consultar a nadie. Ese libro me pertenece y no estoy dispuesta a discutirlo. Forma parte de mi biblioteca más íntima.
domingo, 1 de julio de 2007
Ella sabía lo que quería.
(Según algunos biógrafos, cuando viajaba con su cortejo para mudarse con su tercer marido, el Duque de Urbino, demoraron mucho más de lo previsto porque debían detenerse casi a diario para que le lavaran el cabello, que había que secar luego al sol para mantener el color dorado. Esta tarea requería de la ayuda de varias damas.)