domingo, 18 de mayo de 2008

Justicia para Andrómaca


Mirábamos una mala versión de la guerra de Troya. No me gusta para nada Brad Pitt haciendo de Aquiles. Con esa cara perfectita que no puede inspirar nunca lo que encarna para mí el Héroe colérico, cuya furia desencadena la tragedia. A no está de acuerdo. Según él, Pitt está bien en ese papel. La tragedia, me dice, la desencadena el rapto de Helena. No es exacto, insisto. Es cierto que la belleza irresistible de ella es el primer hecho trágico. ¿Pero hay acaso algo más trágico que la muerte de Héctor? Aquiles, le digo, encarna al héroe primitivo. Es más "bárbaro" que los bárbaros de Ilión. A sostiene que encarna a Occidente. No, le digo. Agamenón es Occidente: su voracidad de conquista, su ansia de dominación, su estrategia, el engaño, la voluntad de poder, la guerra al servicio de la política. Aquiles es el héroe antiguo, que desaparece. La sed de gloria, el desafío a los dioses y la aceptación de las consecuencias. Agamenón, en cambio, es ateo. No cree en los dioses. No hay nada más triste, insisto, que el destino de Andrómaca. Andrómaca es todas las mujeres en las guerras. Es la mujer que llora al marido, al padre, al hijo, a la ciudad. Es la que viola el conquistador. Es la que asesina la esposa del secuestrador. Es la desterrada, la exiliada, la que no tiene patria ni amigos. La que ve arrastrar y humillar el cuerpo sin vida de su esposo y del padre de su hijo, de su protector y del verdadero héroe. La que ve arrojar el cuerpo de su hijo desde las murallas de Ilión. No hay otra figura tan trágica, me empecino. Y me dan ganas de hacerle justicia a Andrómaca.

Hoy le doy la espalda a su mundo de rencor


Anoche salimos con A y unos amigos. La salida -que, ciertamente, impuse yo- iba a ser sólo entre nosotros, pero me alegro de que proponga incorporar a C y a N, no intuyo que eso esconde su miedo de encontrarse conmigo. En el teatro, yo percibo que empieza a molestarse, pero decido ignorarlo. Algún día tendrá que ponerle palabras a sus temores y a su deseo, abandonar esa cómoda postura de censurarme con una sonrisa estática y multiforme. Hay varias cosas que pueden explicar esa tensión en la mirada que me soslaya, como si fuera invisible: que converse alegremente con mis amigos; que él no converse con sus amigos; que se expongan momentos de una vida que yo tuve con otros y otras en la cual él no tenía presencia, lo que dota de materialidad no mi existencia sino su ausencia; que en lugar de decodificar rápidamente su tibia negativa a subir a las gradas del teatro, me deje guiar por la voluntad de compartir con C y N la elección del asiento, creyendo que de este modo también lo complazco. También puede estar molestándole que no sepa interpretar su lenguaje mudo, su ambigüedad y su rechazo por la forma de lo social, lo colectivo. Que mi pecho se hinche de alegría al estar en otros y con otros, que la curiosidad sea una fuerza expansiva y poderosa en mi naturaleza, mientras que a él lo impulsa lo cerrado, lo pequeño e íntimo.
No imagino el alcance, la tortuosidad de su rencor y lo que yo creía era una molestia transitoria, finalizada aun antes de tomar la forma del enojo, se convierte en un reproche que no tiene regreso. Volvemos a casa sin hablarnos, ambos decepcionados, sin haber ido a donde yo quería por ir a donde él deseaba y, sin embargo, siempre resulto culpable de haberle inflingido algún desprecio. En el mundo que él habita, debo rendirle pleitesía a su deseo, luego de adivinarlo, y ser completamente suya en la forma, en la palabra y en el acto. En el mundo mío a veces somos dos, y otras somos muchos, y no todo está planificado para dañar su voluntad de poseer y de mandar. Me rebelo frente a eso y se me aparece el fantasma de su padre, autoritario y cínico. Lo veo en una madurez de rumiante de soledad y rencor y no me gustaría estar allí cuando suceda. Huyo hacia mi interior y lo abandono, que se quede ahí, que se debata y luche con sus enemigos. Que me deje en paz. Así jamás me tendrá, y me dan ganas de darle la espalda.

viernes, 2 de mayo de 2008

La desmemoria

Cuando nos vemos, nos evitamos, hacemos como si no nos conociéramos, fingimos demencia. Y eso está muy bien. Nos pica quizá un poco la curiosidad, pero la evadimos, como si intuyéramos que saber del otro, o no saber, no agregaría ya nada. Yo no quiero discutir con A., entonces he decidido que hay cosas que nunca ocurrieron, porque le duelen, o quizá, porque me han dolido o avergonzado a mí.
Con M. es diferente, porque cada tanto ella lo menciona, lo trae al presente, y eso le da entidad a un pasado que tiene tantos laberintos en los cuales yo, tarde o temprano, me pierdo. Pero el humor conduce a la salida, porque la amistad necesita del humor para no volverse densa como una roca inherte.
De este modo, entonces, hay sitios que no existen, bandas que no tocan, correos que no abro, canciones que no escucho. Ignoro si he seguido existiendo para él (bajo la forma del rencor, del recuerdo o el enigma) pero tampoco me importa. Cuando nuestras miradas se cruzan, porque la materialidad de los cuerpos es algo que se puede imponer a veces, hay un brillo peculiar, como una acusación, como un reproche, que dura segundos y desaparece, hundiéndose tal vez en el lago pacificador de la desmemoria que hemos construido para seguir adelante.

Fealdad desesperada




Una desesperada fealdad puede sobrellevarse en la niñez, la adultez o la vejez, quizá. Hasta puede reconvertirse en otros atractivos: una seductora simpatía, una sofisticada inteligencia, una pasión arrolladora, pueden, en ocasiones, hacer nacer a la mujer de la joven fea. Sin embargo, concibo pocas cosas tan crueles como una adolescente completamente fea. Esta situación anula hasta mi apresurado axioma que dice que la juventud siempre es bella. Como si no alcanzara con esta injusticia de la naturaleza o la genética, se le viene a sumar a tal desintelgencia y despropósito la morbosa crueldad de las compañeras.
Me acuerdo de M.: allí, sentada en el aula, rodeada de las lindas y las exitosas (y por eso aun más sola), que eran como gallinas cocoreando de pura maldad. Ella, desafiando los límites de su cara imposible y de su cuerpo indeseable, se acostó con un tipo y lo contó a los cuatro vientos. Los trece o catorce años de las otras se excitan y se regodean en el detalle, torturan a preguntas, castigan, señalan y se burlan de la fea, como un corro de demonios desatados. M. quizá también, a su modo, goza. Por fin ha logrado hacerse visible entre sus pares. Hasta ese día, entraba al aula con la cabeza gacha, ocultando una nariz que se le pegaba a la boca, recogiéndose el magro, crespo e indisciplinado pelo con hebillitas a la moda, como para parecerse a las demás.¿Cómo entra? ¿Cómo sale? ¿Te dolió?, insisten las muy yegüas, y se tapan las boquitas perfectas pintadas con brillito rosado, para que ella no pueda evitar ver cómo se burlan, pero como si intentaran ocultarlo.¿Dónde lo conociste? ¿Estás de novia?, cacarean las muy perversas, exponiendo su desconfianza de que alguien pueda quererla, sabiendo de antemano que un turro se aprovechó de la fea.
Deseo que haya algo de justicia y que estas gallinas desvergonzadas, gozadas sin haber gozado jamás, caminen por ahí portando excesos de grasa y de arrugas y se crucen con un M. sonriente, que camine de la mano de un hombre tan bello como las ganas de gustar y ser amada de una adolescente fea.