lunes, 27 de mayo de 2019

Inosportable

Hay un pensamiento insoportable, que piensa en esos últimos momentos. 
Si sabía que era el fin, si algo como una esperanza de escape cruzó su mente, si llamó a la madre, si un calor tierno como el abrazo a una hija pequeña le consoló esa eternidad, si su corazón, piadosamente, se detuvo antes del horror último.
Lo piensa cuando piensa en las miles, en los 30.000. Y en Johana.
Un pensamiento que pregunta si las muertas recuerdan, si la justicia luchada devuelve alguna paz, resta algún dolor.
Repara.

lunes, 20 de mayo de 2019

Como una viajera del siglo XVI



Miraba ahí con atención, como si tuviera un catalejo y fuera una viajera del siglo XVI, como si la sorpresa -y una fantasía de costa- alimentaran un cuerpo ya tan cansado que a veces se sorprendía de que sus piernas aún.
Miraba y no podía comprender dónde o cómo esa imagen tanto, hace apenas un tiempo -un tiempo que no se puede enumerar, curiosamente, pero que se había vuelto eterno por momentos, sobre todo en los momentos en que ese hoy extraño de la foto había sido como un dragón de epopeya y, al haber elegido castigarla con su impiadosa indiferencia, se había vuelto más alado, como todo lo que escapa y al escapar, en lugar de restar, suma.
Esa imagen, digo, había encarnado un deseo poderoso y revitalizador.
Y después el vacío, los rituales de olvido y de distracción.
Las muertes.
Y la novedad de la crueldad, algo que ella tenía edad para haber conocido antes, pero le llegaba de modo tardío y con una comprensión algo enturbiada por haber confundido interpretaciones, hijas de una mala lectura de las posiciones subjetivas, con la simpleza de una evidencia: hay gente que sencillamente no experimenta empatía, gente para lo que nosotros somos cosas descartables y aburridas.
Esa imagen que ella había evitado para salvarse de sí misma en su peor versión, ahora se cruzaba inesperadamente ante su mirada y ahora era nada.
Una silueta sin sentido y un fraseo repetido sin una melodía que conmoviera nada en ella.
Y cuando el hombre que estaba a su lado contando historias de esas que son oníricas e imprescindibles, reales y delirantes, en un ademán efusivo, tomó su brazo con esa mano fuerte, ella supo -con esos saberes que llegan con delay, algo demorados, primero como reacción del sistema epidémico y del nervioso, mielina y sinapsis- que ese, el de la foto y los encuentros furtivos, si es que alguna vez había sido algo más que una invención, ya no existía.
Y la música lo envolvió todo y la lluvia se sumó a la fiesta. Y fue río.

domingo, 12 de mayo de 2019

Y que todo pasa

Hay amores que comienzan más por curiosidad que por atracción.
Nombres convertidos en potentes significantes que hacen sentido en nuestra trama, o memoria.
Producen ecos similares a los de algunas canciones que aprendimos en la infancia, o algún sonido o entonación, una melodía que despierta misteriosos deseos de viajes y aventuras.
Malditos, nombres condenados de antemano. Por su carga de bondad a veces, si bien la bondad no es virtud que enamore en estos tiempos, aunque pueda a largo plazo engendrar grandes amores de esos que sacan lo mejor de dos durante un tiempo, tal vez una vida.
Por su asociación a la maldad, la gelidez, la humillación o el sinsentido.
Amores que en verdad nacen con tropiezos que anticipan su muerte prematura, desencuentros sexuales, desconfianzas profundas, decepciones instantáneas.
Hay otros que maceran lento y producen sabores extraordinarios. Pero no son para ansiosos, impacientes.
Están esos calientes, llamaradas instantáneas. Arden hasta consumirse, pero ¿quién renunciaría a ese fuego?
Después, una lista de pasatiempos olvidables en medio.
Curitas narcisistas (casi inútiles peo no del todo) para heridas subcutáneas que dejó Eros.
Lo que no se aguanta es la mentira.
Sobre todo la que nos decimos a nosotras mismas.
Fingiendo que somos maquinitas. Cuando seríamos capaces de ir a la guerra y conquistar Egipto por ganarnos el amor de alguien (que no nos querrá jamás) y nos mentimos inventando señales de correspondencias donde sabemos que solo hay artimañas de seducción de don juanes que solo gozan al mirarse en sus espejos de lucecitas de vodevil.
Y lo hacemos como si fuera justo el castigo que nos toca, porque muchas veces hemos intentado fingir querer a quienes sospechamos mejores que nosotros, y que nos quieren bien, pero no podemos corresponderles, y elegimos la culpa en lugar de la verdad.
Después, un día te subís a un avión, un tren, un taxi o una camilla, y el mundo gira 360 grados de golpe para que recordemos que no sabemos nada de nada.
Y que todo pasa.

sábado, 11 de mayo de 2019

Un pájaro feliz

Estoy enferma y no voy casi a ningún lado. Apenas veo las redes.
Solo de a poco, muy lento, retomo algunas obligaciones laborales.
Al principio, arrasada por la fiebre, no podía ni leer, ni mirar series o películas.
Duchas, antibióticos, antifebriles, sueros, hospitales, pinchazos, revisaciones, enfermeras, médicos, médicas, salas de espera, tecnologías de diagnóstico.
Una rutina alienada.
Ya no somos quienes somos, apenas cuerpos enfermos deseando que cesen algunos de estos nuevos síntomas.
Y dormir.
En los pocos momentos de lucidez, intentamos organizar quién nos reemplace en las responsabilidades laborales y, sobre todo, en las familiares de cuidado de otros. Y todo lo doméstico.
Después, nos resignamos a no estar y que las cosas sigan su propio curso.
Las enfermedades nos ponen, de algún modo, más del lado de los muertos.
Mirando la vida como algo ajeno, que le sucede a otros.
Mucho más frágil de lo que solemos creer.
Mucho más bella de lo que solemos apreciar.
Pero agotadora.
Hay quienes se ofenden porque no les contestamos.
Tenemos tantos trabajos y demandas que cada día se acumulan miles de mensajes que no tenemos fuerza para revisar.
Si estuviéramos muertas alguien resolvería todo eso.
Es una época rara, los medios por los que nos comunicamos a diario son tan invasivos, la privacidad es un recuerdo del pasado, que resulta casi imposible descansar sin dar explicaciones.
No ya a lxs íntimos o a quienes elegimos para eso, sino q una increíble cantidad de personas así lo exigen.
La muerte debe ser una especie de liberación, pensamos, mientras nos aferramos con uñas y dientes a cualquier síntoma de alivio porque no tenemos ninguna fantasía mórbida.
Son solo reflexiones.
Entendemos a quienes se cansan.
Si ocho días de fiebre nos mandan al planeta de los inválidos sin ánimo alguno, ¿cómo no comprender el cansancio de quienes agonizan largamente hasta que un día dicen basta para mí?
A esta altura ya tenemos unas cuantas enfermedades y dolencias que fueron llegando para quedarse, y realmente sentimos añoranza de esos momentos en que nuestro cuerpo funciona como milagro de energía y bienestar.
A esta altura, sabemos que 
hay dos clases de personas: las que acompañamos y vimos morir a otras y las que no.
Hay gente que tiene más suerte. No es la primera que llega a lugares de accidentados, no recibe el último estertor de un familiar o una amiga, llega más tarde o justo se ha ido en el momento.
Otros hacen de acompañar el dolor de los enfermos y moribundos una profesión. No sé si se acostumbran, pero tienen un saber y saben cuidar. Benditxs sean.
Las enfermedades son umbrales. Las pasamos y dejamos atrás lo que muere con ellas.
A veces nos autocompadecemos (¿por qué a mí? ¿Por qué otra enfermedad más? ¿No es suficiente todo lo que tuve/tengo?); otras la neurosis nos lleva a la culpa, la enfermedad como culpa, síntoma emergente del discurso meriticrático. Se enferma porque quiere, porque tiene pensamientos negativos, por que se estresa mucho y bla bla.
La enfermedad puede ser un naufragio, pero con bote salvavidas.
Arrojamos como lastre lo superfluo, y con la fiebre eliminamos bacterias y malos recuerdos.
Es tan estúpido tragarse como certeza tranquilizadora el discurso de la ciencia positivista como confundir psicoanálisis con clishés psicologistas.
Es tan estúpido ignorar que trabajar hasta la extenuación no es siempre un síntoma neurótico de burgueses urbanos siglo XX, sino la condición de exploración de lxs trabajadorxs en el capitalismo, como explicó uno que algo de esto sabía hace ya unos cuantos años.
Es tan estúpido hundirse solo, como no escuchar la calidez lúcida, a la vez que frágil, de amigas como N, que sabe de estar en esa soledad angustiante de la enfermedad crónica que no siempre encuentra un lenguaje que haga escucha en otrx, y no sea apenas eco que repite y amplifica los miedos. Miedo al dolor, pero sobre todo, miedo a esa incomprensión que puede hacer retornar a toda enfermo/a al lugar del leprosx, aislado, solo.
A veces solamente hay que observar un pájaro feliz, dejar a un lado la ansiedad y echarse a dormir.