miércoles, 27 de agosto de 2008

Pequeñas curiosidades, un correo de mi amiga C

Presas de este hybris Guinzburístico, mi amiga C. me escribe lo siguiente:


Esta mañana, a consecuencia del nuevo desacuerdo entre el Estado y los gremios docentes, estoy leyendo Las pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg. No hay un águila en el techo de mi casa pero sobrevuela una sensación de exilio. Luego de leer "Retrato de un amigo", el tercer texto de este volumen me amenaza la curiosidad, pero hoy tengo ese tiempo. Busco en mi biblioteca el único volumen que tengo de Cesare Pavese, una edición de Seix Barral con su narrativa completa. Al comienzo hay una breve biografía aunque cargada de detalles que me certifican que Pavese es el amigo al que refiere Ginzburg. Pero antes el me lo dice el propio texto cuando refiere lo inexorable de la vida para el propio Pavese. Ahora la biografía dice:
"...El 18 de agosto el escritor hacía las últimas anotaciones en su diario. El 27 del mismo mes, en una habitación del Hotel Roma de Turín, Pavese ponía fin a su vida ingiriendo una sobredosis de somníferos."
Mi hija lee al otro lado de la mesa Nabuco, etc. de Ema Wolf. No puedo reprimirme y le pregunto "¿qué día es hoy?".


Beso

lunes, 18 de agosto de 2008

Coffe and tv


Quiero aclararlo desde un comienzo. Me gustaban de él bastantes cosas, quizás más ahora, en el recuerdo, que entonces, cuando nos veíamos cada tanto para conversar, escuchar música, comer y hacer el amor.
De chica, había estado muy enamorada de él, sobre todo, de su amor por mí, que primero sospechaba, pero después se me hacía imposible, me causaba incertidumbre y se desvanecía con el ir y venir de la marea, en las inmensas playas de "la Villa". Como con casi todos los hombres que quise, con él me parecía, al principio, que era improbable que se fijara en mí. Y ese desafío me atrapaba, como si en mí prevaleciera más la fuerza del cazador que la inquietud de la presa. Sin embargo, aprendí a jugar el juego de dejarme cazar, pero tuvieron que pasar unos cuantos años para eso.
Lo tuve y lo perdí, porque fue el primero en traicionarme y yo no supe perdonarlo. Además, no estaba preparada para largos romances y quería experimentar, junto al amor y el dolor del desangaño, lo nuevo, lo distinto y la voracidad de la conquista. Muchos años después, volvimos a encontrarnos, casi de casualidad. Hubiera dado mucho por enamorarme de él nuevamente, sobre todo, porque tiene mucho talento y es un gran compositor, una buena persona, una rara combinación de ingenuidad, ternura y esnobismo. Pero sobre todo, por su fino, laborioso, apasionado y permeable oído musical.
En cambio de enamorarnos, nos hicimos amigos y también, en ocasiones, amantes. Ni él se esforzó por enamorarme, ni yo por seducirlo, porque nuestros corazones estaban, como quien dice, demasiado ocupados, revueltos y curtidos. Tuvo la delicadeza de reinterpretar, para mí, algunos hechos del pasado y hacerme creer que él también me había querido y que su traición de entonces, había sido, después de todo, bastante más inocente de lo que yo suponía.Tal vez no pude amarlo, ni él a mí, porque como ya he dicho, yo no soy capaz de amar la música y él, sobre todo, es música.
Pasamos algunas tardes agradables en su departamento, él tocando algún tema de George Harrison en una de sus guitarras, y yo hojeando sus revistas de rock tirada en el fiaca, mientras el sol nos calentaba el alma y los recuerdos.
Como tiene la risa fácil, y es generoso, me hizo escuchar de todo y conocer nuevos mundos musicales, que nunca habitaré, pero por los que hice pequeños recorridos, incompletos y fugaces.
Cuando volvía de visitarlo, me sentía más leve y menos quejumbrosa, en una época de mi vida en la que todo era esfuerzo y eran pocas las compensaciones, por lo que siempre le estaré agradecida. It was just coffe and tv.

Video de Blur, Coffe and tv

http://www.youtube.com/watch?v=kWUil383us4

"Jamás entenderé la música, jamás la amaré"

[...] pero sufro por no amar la música, porque me parece que mi espíritu sufre por la privación de este amor. Pero no hay nada que hacer; jamás entenderé la música, jamás la amaré."
Escribe N. Guinzburg en su cuento "El y yo", de 1962.
Y aunque no me guste, aunque lo rechazo, lo cierto es que me siento identificada. Aún cuando esta tarde me he quedado sola en la casa y he estado escribiendo y escuchando a María Callas y a Norah Jones. Aún cuando piense, con nostalgia y estupor, en mi padre y en su preciosa colección de discos de jazz (con sus tapas psicodélicas) que admiraban nuestros amigos en la adolescencia, de Piazzola y de Jimy Hendrix, su pasión edípica por los músicos que interpretaba su madre al piano, como Beethoven o Shuman.
Envidiaba el oído de mi hermana, plasmado en coreografías y en sus estudios de flauta.
Tal vez quería que mi padre me amara más porque entendía la música, pero ni la entendía ni lograba amarla como él la amaba. No fue posible, entonces, que compartiendo ese amor, lograra estar más cerca suyo. Recuerdo su exitación cuando una vez nos llevó a escuchar a Bruno Gelber y tuve que hacer esfuerzos por no dormirme en el teatro. (Quizá por entonces empecé a entender el valor estratégico de la hipocresía en las relaciones amorosas.)
Gozaba con las canciones del romancero español que aprendía en la escuela y me gusta cantarlas todavía hoy. Recuerdo letras enteras de largos romances como el de La Condesita o el de Don Bueso (o Hueso, o Boiso, según las versiones), pero no puedo afinar ni la más simple melodía. En cambio, imagino pinturas, películas y gobelinos cuando recuerdo el verso: "Hayola lavando en la fuente fría, ¡quita de ahí, mora, hija de judía!"
Demasiado temprano mi hijo lo descubrió y nuestro placer compartido de cantarle por las noches, pasó a ser sólo mío.
Me esforcé por ampliar mi conocimiento y me enamoré de múscios de rock reales e imaginarios. Algunos tangos me hacen llorar, lo mismo que algunas letras de Yupanqui y algunos boleros, pero es algo íntimo y privado y no me atrevo a confesar mi tristeza cuando me cuesta distinguir, en una orquesta, los violines de los chelos y los contrabajos.
Crecí rodeada de música, y de músicos. Compositores e intérpretes, aficionados y profesionales.
A. siempre está escuchando algo hermoso, que no conozco. Pregunto qué es y lo olvido tan rápido que me doy pena. Se quedan los dos, padre e hijo, en su mundo de rap, de rock, de pop, y yo, sola, tan lejos.
A la noche, a veces, me da por bailar con mi hijo. Ponemos música que nos gusta a ambos, a todo volumen, y bailamos como posesos. Terminamos felices y agotados como si hubiéramos corrido una carrera. Pero no sabría explicar por qué, ni compartirlo con nadie.
Intenté aprender muchas formas de danzar, y no fueron malos mis maestros y maestras. Siempre la falla fue mía.
Mi hermana y mis amigas bailan. Son profesionales, y lo hacen muy bien, incluso en una fiesta de cumpleaños o un casamiento. Yo, sobre todo, soy voluntariosa.
Cuando éramos chicos, mi madre nos cantaba, para dormirnos, la canción de la indiecita Anahí, y entonces yo creía que moriría de pena. Pero en lugar de la melodía, retuve las palabras, que herían mi alma como si yo misma me desgarrara con las "las arpas dolientes hoy lloran arpegios que son para ti recuerdan a caso tu inmensa bravura reina guaraní, Anahí, indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.Anahí, Anahí,tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí."

Natalia Ginzburg


Cuando me recomiendan una escritora a quien no conozco, confieso que a priori desconfío. No porque haya leído mucho, ni a todos (afortunadamente hay todavía esperándome cientos de miles de textos y autores que no conozco), pero en general, hay nombres que una, al menos, ha sentido mencionar.
Así que abrí el Léxico Familiar de Natalia Ginzburg que me recomendó C. sin mayores expectativas.
Ahora, que el tiempo cronológico apenas ha pasado, pero ha transcurrido intenso, en medio de una voraz búsqueda de todo lo que pude averiguar y leer de ella en estos cortos días, me parece imposible haber vivido tantos años sin leer a esta escritora.
Como solo puede hacerlo quien ha vivido la guerra, lleva sangre italiana y judía, se ha criado con muchos hermanos y ama a Proust, Natalia Guinzburg escribe no sólo porque conoce muy bien el oficio, sino porque no puede, no sabe, ni quiere, hacer otra cosa. Y se le nota.
Ella, como Clarice Lispector (según me hizo notar La vida abierta) y , humildemente, yo misma (http://palabrascromaticas.blogspot.com/2007/07/maternidad-y-escritura.html ), confiesa, en su relato "Mi oficio" (publicado en Las pequeñas virtudes, Ed. Acantilado), que "no lograba entender cómo se podía escribir teniendo hijos". Se me ocurre que todo el que quiera escribir debería leerlo, particularmente las madres.
Natalia G. sabe escribir. No se demora en lo sinuoso ni se distrae en falsos psicologismos. Maneja el suspenso y el tiempo con maestría e introduce, con virtuosidad, el humor y la distancia para narrar la desesperación, la persecución, el fascismo y la muerte, mientras habla de anatomía, de literatura, de canciones de la infancia y de los edificios de una Turín y una Italia que se derrumbó bajo las bombas alemanas.
Como no sé nada de crítica literaria, me doy permiso para decir que esta escritora escribe vociferando, apurada, descarnada, impulsada por necesidad y pasión; si embargo, se esconde y se disimula detrás de un conocimiento (y un auténtico amor por las palabras) que parece contener sus arrebatos y evitarle el barroquismo y cualquier ismo de esos que frecuentemente se usan cuando se habla de escritoras mujeres. En ella, la palabra emerge precisa, imprevista y acertada.
Con el Léxico, por un momento, pensé que era como si hubiera escrito una versión más contemporánea y económica de En busca del tiempo perdido.
Después entré a su mundo, habitado por los vestidos de Paola Olivetti y de su madre, Lidia; al de Mario, Roberto y Gino Levi; al de su marido Leone; al de Pavese y la editorial Einaudi; al de la resistencia italiana y los socialistas que enfrentaron a Mussolini, Hitler y Franco, las bombas, el suicidio y la cárcel; las criadas, las modistas y la indolente y perezosa Miranda, sin darme cuenta que me he deslizado allí como si me hubieran abierto la puerta de una casa y una familia a la que no pertenezco pero creo (y quiero) pertenecer en cierta forma, como nos ocurre con las familias de los amigos que hacemos en la adolescencia y en cuyas casas nos sentimos a gusto.
Inmersa en ese mundo, recuerdo al personaje de Burt Lancaster en "Grupo de Familia", a mi padre y al abuelo de M., a quien no conocí.

sábado, 16 de agosto de 2008

Un café con N

Ayer me encuentré con N. a tomar un café.
Desde luego, tomamos más de uno y comemos unos tostados, porque a las dos nos gustan las mismas cosas: los jardines, comer cosas ricas, leer nuevos libros, fumar -aunque siempre haya algún plan de abandonar el cigarrillo- y hablar de política, de amistades y de las familias judías o mixtas que se van desmembrado, la educación bilingüe en los colegios anglicanos y las palabras.
Cuando hablamos de los hijos, ella casi se pone a llorar, porque no sabe (¿quién sabría?) ser madre a la distancia impuesta por ellos, de tantos kilómetros, incertidumbres, guerras y cotidianeidades perdidas. Extraña a sus nietas y proclama que ahora es una mujer acorazada, distante y fría, pero es imposible creerle, mientras su voz se quiebra, sus manos tiemblan y los ojos, qué decir.
Yo le hablo de Natalia Guinzbug, de cómo C. la introdujo en mi vida, de su novela Léxico Familiar y de lo mucho que a ella va a gustar. Ella me habla de la nueva literatura española, de la generación post-X, o post pop o post no sé cuánto, y me dice una de esas frases que ella pronuncia como naturalmente, como quien dijera se me prendió la lamparita, en cambio ella, N. dice:tuve un coletazo de inteligencia emocional.
También hablamos de algunas personas que ambas conocemos, bien de unas, mal de otras y de cuánto nos extrañamos y lo mucho que nos alegra vernos.
Yo me alegro de estar ahí con ella, de participarle mis paseos por las librerías de Corrientes, nuestra admiración por la "Doctora", de las anécdotas de mi hijoy de sus nietas , los éxitos de su hija y de las cosas que hace M, su marido.
Nos despedimos riendo, algo aliviadas de nuestras añoranzas y penas, que decimos y a la vez escondemos, para no ensombrecer la tarde.

viernes, 15 de agosto de 2008

Lo que otros enseñan


Es curioso lo que uno recuerda de lo que otros le han enseñado. Se aprende de muchas maneras, mediante el dolor, el olfato, el sexo, la alegría, las conversaciones, los libros compartidos (los que se prestan y se pierden, los que nos prestan y nos quedamos e incluso, los que uno ha leido y los otros no o viceversa), los viajes (reales e imaginarios), las idas al cine, los olvidos, e incluso excepcionalmente, en las clases más formales.
A veces trato de recordar qué me enseñó R, de quien todos aprendían algo. Y me acuerdo de algunas cosas que quedaron grabadas en mi memoria: que entre los veinte y los treinta y pico las personas nos dedicábamos intensamente a lo laboral-profesional; que las telenovelas guardaban un parentesco cercano con cierta literatura clásica y que la cocaína le hace mucho daño a las personas muy sensibles (y supongo que a las otras, también). Además, cierto desprecio por una mujer que a todos calentaba en mi trabajo y que a él le parecía torpe, sosa y obvia.
Mi relación con él me avergüenza, porque fue inoportuna, tortuosa, impúdica. Me acostaba con él y no me gustaba (porque había dejado de admirarlo mucho antes de tenerlo), pero igual lo seguía haciendo, porque estaba tratando de cerrar un capítulo de mi primera juventud. Estar con él representaba para mí algo bajo y sórdido y a veces me sentía una marioneta y otras una puta.
Después, una amiga se enamoró de él y lo tortuoso, sórdido y morboso se incorporó a su vida y se alejó bastante de la mía. A veces me pregunto si le guardé rencor [a ella] en ese momento o si tuve celos, y sin embargo, nada de eso, si es que existió, dejó huella. Al principio me enojé, por orgullo, y en seguida sentí alivio y seguí mi camino.
Ahora, que ya pasaron varios años, somos muy amigas y compartimos muchas cosas y raras veces mencionamos aquel episodio, que parece borrado de nuestra memoria; pero entonces no lo éramos tanto y compartimos un amante. Sólo que para ella fue un amor y a mí, en cambio, me enseñó sólo algunas cosas.

Un amigo que no sabe estar solo

Es de clase de hombres a los que, tarde o temprano, las mujeres dejan. No quiero decir con eso que no lo amen o que no puedan enamorarse locamente, es que, sencillamente, al final, lo dejan.
Yo creo que eso se debe un poco a su manera de actuar en las relaciones amorosas y otro poco al tipo de mujeres que le gustan.
Cuando una mujer le gusta, ya está escribiendo el último capítulo, porque se muestra rendido a los pies de ella e incondicional. La llena de halagos, piropos y regalos y se pasa el día haciendo planes para estar con ella y para lucirla frente a sus amigos y conocidos, porque con cada mujer que está, cree estar con el tesoro más codiciado para cualquier hombre. No es que no descubra los defectos de ella o que no le importen. Por el contrario, frente a éstos se muestra intolerante, irritado y protestón. Pero basta una caidita de ojos de nada, un buen perfume en el escote, unas caricias oportunas en la nuca y ya está él, rendido, entregado por completo.
Después, aunque se aburra y se enoje con facilidad y haya descubierto ya todos los secretos de ella, los que le gustan y los que le repelen, está enredado y es fiel, para él el amor es un estado natural. En seguida quiere vivir con ella, cenar juntos a la noche y desayunar por las mañanas, no estar solo en la casa y planificar viajes y visitas. No sabe estar solo con alegría y prefiere el aburrimiento o el estado de beligerancia, incluso la sospecha y el desamor, a la soledad.
Y aunque cualquier otro se la ha visto venir, y quizá sienta alivio cuando la cosa se torna oscura y morbosa, él, en cambio, cuando lo dejan, se muestra desconcertado, abatido y triste. Y también furioso.
Solo languidece. Odia, planea venganzas y lucha por recuperarla con bravuconadas y humillaciones tardías.
Se recupera pronto, porque su naturaleza lo impulsa a la pareja como a otros los impulsa a las pasiones, los melodramas, la nostalgia o el rencor. Y a vuelta de esquina, encuentra una nueva mujer frente a la cual caer rendido y suplicante, que tarde o temprano, lo dejará.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Buenos Aires, casas y mansiones


En Buenos Aires casi no quedan casas que habitar, dice A Z, apesadumbrado, mientras él y las chicas describen barrios que se han ido conviertiendo en urbanizaciones plagadas de edificios con dúplex pequeños y grandes torres.
En Buenos Aires aún quedan, como testimonios tectónicos de la belleza e injusticia sobre la que se edificó la Nación, las grandes y suntuosas mansiones que fueron los cascos de estancias o mansiones de los dueños de la patria.
En Belgrano hay una plaza pública construida en lo que fuera el jardín de Fulano, me cuentan, e inmediatamente imagino paseando a las señoritas de la casa bajo sus "parasoles" -no permita Dios que se bronceen y pierdan el perfecto blanco de sus cutis de porcelana-, observando los macizos de flores, los arbustos a los que los jardineros dan forma y entre los que se escabullen los pavos reales. Ríen, con falso pudor, cuando se les acercan los muchachos con sus sombreros blancos y su deseo quemándoles las neuronas.
Escaleras señorales y entradas majestuosas para los carruajes que ruedan sobre adoquines cortados con el sudor de manos oscuras, lejanas, cuyas historias nadie recuerda ya.
Grandes ventanales se abren hacia el verde y desde adentro, en el estudio del señor de la casa, en el que crepita un fuego que se alimenta sin vergúenza y sin tregua, se traman negociados y romances prohibidos, junto a la biblioteca en la que se exhiben los libros traidos de Francia.
En las cocinas, el bullicio de las criadas se impone al ruido de las sartenes y ollas, el calor las obliga a arremangarse y el olor de la leche que hierve y se derrama las envuelve, junto al de las verduras y las frituras, entre risas o llantos por los hijos que mueren o los hombres que se fueron y que no las han querido lo suficiente.
Por los corredores, silenciosos, cuyas paredes adornan y entibian gobelinos flamencos del siglo XVI, sigilosamente anda la señora de la casa, paseando su tuberculosis o fiebre puerperal, junto con la melancolía de una vida de lujos y aburrimientos.
Y una muchacha repara en algo, un poco, la injusticia, y toma rápidamente de un anaquel de la bodega un pequeño vasito para licor hecho en cristal de bohemia, que representa una cacería de ciervos. Como el animal, huye por la puerta de servidumbre con su tesoro.
Pero los demás ahora hablan de edificios de varios pisos y de villas miseria y de lo que cuesta tener una casa en Buenos Aires. Y mi ensueño se esfuma, mientras miro frente a la ventana y veo la cúpula del edificio del Congreso de la Nación.

lunes, 4 de agosto de 2008

Soñando casas



A veces recorro las calles de mi ciudad hasta que me duelen los pies. Entonces me siento en un banco, en una plaza, y observo lo que me rodea como si lo viera por primera vez, y, al mismo tiempo, como si siempre lo hubiera tenido presente.

Muchas casas me invitan a ensoñaciones que no cambiaría por casi nada. Me meto adentro con la imaginación, derrumbo paredes, levanto habitaciones para los niños que llegarán y estudios para sentarme a escribir los libros que el futuro traerá. Edifico el taller donde mi hijo pinta y A construye muebles de madera.

En mis casas siempre hay grandes cocinas que se llenan del ruido de las visitas, que entran y salen como si mi casa fuera la suya. A veces estoy sola y un timbre, que anuncia aventuras, suena al frente de la casa mientras yo riego las plantas o en el fondo o revuelvo una salsa en la cocina o, lo más probable, tecleo en la computadora. A una velocidad de galope, adorno habitaciones, las pinto, coloco allí una lámpara de diseño racionalista y moderno junto a un futón o un diván, lleno de almohadones, en el que duermen los amigos que hacen noche en mi casa.

Siempre hay muchas ventanas. A veces, si mi casa se edifica sobre una planta tipo chorizo, los vidrios coloreados imprimen tintes azules, rojos y acaramelados en las tardes. Otras veces son ventanas gigantes, geométricas y con grandes paneles de vidrio y metal detrás de los cuales se presienten un jardín algo salvaje y un patio con piedras y un pequeño estanque en el que crecen, junto a los nenúfares que me recuerdan a los invernaderos de Balzac, palmeras y juncos.

En el comedor hay una gran mesa cuadrada o rectangular con un juego de sillas que no le pertenece, tipo toné, y una vitrina en la que guardo recuerdos de vajillas de las tías abuelas, porcelanas delicadas que invitan a platos hipercalóricos para el invierno.

Al fin, cae la tarde y se impone el frío y hay que irse con los sueños a otra parte: otra calle, otra plaza, otra casa.