Yo, atrapada en la ansiedad, sintiéndome en mi reino al devorar los libros como si fuera el único alimento del náufrago o el oxígeno salvador del asmático, y después corriendo hacia tal o cual sitio donde apenas puedo estar siendo.
Yo, al fin sola, al fin distante de los pequeños diablitos que ensordecen y nos hacen enloquecer de paranoia o de ataques de importancia que nos vuelven tan vanidosas como infelices.
Al fin sola, saboreando las últimas páginas como quien se demora para no salir de la casa.
Al fin, esa soledad que me deja escuchar mi propio latido.
Sin quejas.
Sin simulacros ni autocompasión.
Así, pensando con oraciones y palabras que hagan avanzar esa novelita que escribo, que le mando a J en pequeñas entregas (bendita lectora que se mete en la trama y ya tendrá su papel, como si fuera una de esas escenas en las que Hitchcock se divertía haciendo un bolo, una pasadita frente a la cámara como un ignoto extra).
Quizás .
Yo, leyendo a Mariana Enriquez como si fuera el postre que anhelamos después de las comidas de los hay que (leer para preparar una clase, para evaluar un texto académico, para persuadir a otros de tal y tal política).
Con el pequeño ronroneo y nada más, sin canciones de fondo, sin desear a nadie , como si fuera un monje en un templo de oro mishimesco, pero tan argentina como la inmensa cantidad de horas que pasamos haciendo colas, en medio del ruido que no cesa, sin lograr apenas escuchar nuestros propios latidos.
Yo, al fin estando acá sin culpa, sin desear estar en otra parte, sin hacer de escapista, sin caer en mi propia trampa una y otra vez.
Sin hablar de mí cuando parece que hablo de mí.
Sin simulacros.