domingo, 31 de enero de 2010

El mundo de ayer, de Stefan Zweig


En una de sus obras más interesantes, su autobiografía publicada en 1942 bajo el título de El mundo de ayer (Die velt von gestern), Stefan Zweig (1881-1942) nos ofrece, además de la belleza de una prosa sofisticada pero extremadamente precisa y lúcida, un panorama inquietante de la cultura europea que murió tras la Primera Guerra, y el espantoso mundo que surgió de las cenizas del pacto de Versalles y prohijó al nazismo.
Como uno de los más destacados escritores austríacos de su generación, nacido y educado en Viena, amigo de casi todos los poetas, músicos, filósofos y artistas de su Europa contemporánea (Rilke, Freud, Verhaeren, Barbusse,R. Rolland, P. Valéry, entre muchísimos otros), profundamente influenciado por esa cultura judeo-burguesa austríaca, acostumbrada a la libertad y educada en ese período heredero de cuarenta años (todo un récord) de paz en ese imperio de los Habsburgo hoy quizá olvidado pero que dominó casi seteceientos años los territorios de países que hoy conocemos como Austria, Hungría, Serbia, Montenegro, parte de Polonia, etcétera, sobre bases de tolerancia e integración cultural -al menos, esa es la visión de este gran escritor-, Zweig escribe esta obra en el 42', cuando ya ha tenido que abandonar definitivamente su patria, en su exilio inglés.
Y si los primeros recuerdos de infancia, juventud y adolescenecia (que siempre refieren más al clima cultural, la obra de sus conocidos, colegas y contemporáneos y muy poco a cuestiones personales) está teñida de cierta nostalgia no excenta de crítica hacia el mundo "ingenuo", seguro y optimista en el que prosperó la generación de su padre y su abuelo: e incluso, cierta melancolía por las esperanzas de progreso y paz que todavía viven después de las atrocidades de la Primera Guerra, ya la segunda parte es un desesperado intento por llamar la atención de sus colegas europeos (en especial, ingleses, franceses, rusos) sobre lo que se les viene si Hitler, que ya ha anexionado Austria (Anschluss, 1938), llega a conquistar Europa.
De cómo el miedo, alimentado por la inflación y el desempleo y en la república de Weimar, y estimulado por los "profetas del odio" del fascismo, se apoderó (tras haber hecho su primer ensayo en la Guerra Civil española) del pueblo alemán, esa nación considerada por todos sus vecinos como la más "culta" y "civilizada" de Europa, de la que era imposible que surgiera el monstruo extreminador del nazismo.
De cómo Francia e Inglaterra sostuvieron cómplicemente el crecimiento de Hitler, convencidos de que impondría un límite al común enemigo bolchevique, alimentando, como él, la contradictoria creencia que les atribuía a los judíos (que a la sazón, no llegaban a representar el uno por ciento de la población de Austria y Alemania), por un lado, ser los mentores y creadores del bolchevismo totalitario y represor que intentaba "apoderarse" de la "civilizada" Europa mediante las "bárbaras" huestes eslavas de la Rusia soviética y, por el otro, de sostener el capitalismo que perjudicaba, en su desmedida ambición, a los trabajadores alemanes y arios en general.
Liberal y curioso, apasionado pacifista, viajero incansable, Zweig recorre a lo largo de los años distintos países de Europa, la India, Brasil, Argentina, incluso la joven Unión Soviética, y en todas partes recupera la belleza de los hombres y mujeres que trabajan en esos países; las delicadezas de la lengua, la música, la poesía, el teatro y la plástica; coleccionando originales de sus autores favoritos, cuadros, objetos que les han pertenecido, viviendo ajustadamente o ya rico, para después perderlo todo: de ser el escritor más exitoso y más traducido en lengua alemana, respetado y prestigioso, a que sus libros se prohiban, sus amigos y parientes sean asesinados y encarcelados, huyendo como un criminal, primero a Suiza, luego a Inglaterra y finalmente a Brasil.
Él, que siempre se ha considerado un ciudadano del mundo y un pacifista militante, que ha desconfiado de la política y de las fronteras (lingüísticas, territoriales, económicas), convertido en un paria, apátrida, un pobre y sucio judío más perseguido, como su amigo Freud.
Poco después se irá a Brasil y se suicidó, junto a su segunda esposa, el mismo año en que terminó de escribir esta, su última obra (publicada de forma póstuma), convencido de que todo lo que del mundo valía la pena ha muerto con el nazismo.
El estilo que atraviesa esta obra, como otras que he leído (tales como las biografías de María Estuardo y María Antonieta), y que ha sido quizá la clave de su éxito como autor muy popular en su tiempo, como el mismo refiere en El mundo de ayer, es que " ... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última linea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo".
Como el mismo dice, ya prisionero de esa desesperanza que lo llevó a elegir la muerte, viviendo con "esa sombra que no se apartó más de mí", "sólo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ése ha vivido de verdad."
La edición del ejemplar que leí recientemente es de Editorial Claridad, publicada en Buenos Aires en 1947.
Quienes vivimos en naciones aún jóvenes pero que ya hemos conocido sobradamente los desastres de las guerras civiles, las persecuciones de las dictaduras más fascistas de América Latina, la injusticia que nos imponen los imperios y los modelos de las potencias que explotan a las naciones más débiles y más tolerantes; quienes disfrutamos y saboreamos de la literatura de cualquier tiempo, apreciaremos el valor de esta obra, sin duda. Quizá nos permita reflexionar acerca de nuestras potenciales ventajas como pueblo y cultura que aún puede germinar en sus aspectos más prolíficos, cobijando a todos nuestros hermanos y hermanas de otras naciones que enriquecen nuestro patrimonio (bolivianos, paraguayos, peruanos) con sus saberes y tradiciones, impidiendo que proliferen, como lo intentan siempre, los predicadores del racismo bajo las formas actualizadas de la represión de lo diferente, lo distinto, lo que nos asusta por desconocido. Nos ayude recuperar estos fragmentos, sombríos y luminosos de la historia europea, de la que somos deudores también, como hijos/as y nietos/as de inmigrantes de esas naciones, que huyeron a tiempo del hambre, la guerra, los pogromos o la falta de esperanza, para acompañar y sostener incluso a gobiernos que quisiéramos perfectos aunque sean apenas mejores que los otros que hemos conocido, sintiéndonos también, responsables del destino colectivo que construimos cada día, para no tener que admirar en el futuro a escritores que nos narren el mundo de ayer que no supimos, o no quisimos, comprometernos a sostener.

domingo, 10 de enero de 2010

La historia enseña muy poco, Cobos, Carrió y Vidkun Quisling



-->
Probablemente Michael Burleigh sea considerado un historiador conservador, y un inglés paradigmático y a muchos no les guste por eso.
Aclarada esa posición, su libro de El Tercer Reich. Una nueva historia (Punto de lectura, España, 2008), escrito en 2000, es uno de los análisis más rigurosos que he leído acerca de la gestación del nazismo y la situación de Europa entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Anti liberal y anti progresista como es, Burleigh realiza una crítica fuerte también no sólo de los regímenes de Stalin y de Hitler, sino también de las posturas de los socialdemócratas, los socialistas, los conservadores, los comunistas y los liberales tanto de Alemania, como de Austria, Francia, la Unión Soviética, Polonia, Ucrania, Hungría, Suecia, Finlandia, Noruega, etcétera.
Así desgrana, desde un enfoque de crítica política y económica, el ascenso y la imposición del nazismo pero también la participación, por acción, omisión y diversos grados de complejidad y complicidad, de las fuerzas políticas, las dirigencias religiosas, los sindicatos, las universidades y otros actores europeos en la gran guerra.
Se detiene en tópicos como la eutanasia y le eugenesia, en el marco de las políticas "sanitarias" que estaban en debate en las ciencias médicas y sociales de todo Europa desde principios de siglo, el "problema judío", que se discutía dentro y fuera de las fronteras alemanas, la concepción racial de la política y el consecuente desprecio, ataque y exterminio a las minorías étnicas (fueran gitanos, sintis, romas, bretones, vascos, suebos, judíos, católicos en países protestantes y viceversa, y desde ya, los "antisociales" e "improductivos" débiles-mentales, discapacitados, locos).
Analiza pormenorizadamente los corpus jurídicos que se fueron construyendo para crear el "nuevo orden" europeo en las distintas naciones, con sus sistemas de inclusión/exclusión, su sistema de justicia/injusticia y los sistemas paralelos al orden legal democrático de seguridad interna y externa, espionaje, guerra y exterminio.
Avanzar por las páginas de este extenso libro (1419 Pág.) deja un regusto amargo acerca del género humano, con toda su potencia creativa y ejecutiva a la hora de conquistar, destruir, imponer y asesinar. La especulación individual y colectiva, la lucha por la supervivencia a cualquier costo, con pequeñas y luminosas excepciones de resistencia activa o pasiva, pequeños gestos que se pierden en la marea de sangre de las trincheras donde encontraron la muerte por fuego, hambre, frío, millones de jóvenes europeos; en los gulag y los campos de concentración (franceses, japoneses, los más sofisticados y "efectivos" nazis); los vagones de ferrocarril y las travesías interminables de prisioneros (tres millones de prisioneros rusos, por ilustrar con alguna cifra escalofriante).
Y la idea imperial, tan vieja casi como la humanidad, de esclavizar a otros pueblos más débiles para que produzcan, sean los polacos de los alemanes (o los "indígenas" de los españoles; los negros de los y los sudacas de los yanquis, como fueron los bárbaros de los romanos, los chinos de los japoneses y un largo e interminable etcétera), justificada por la potencia bélica, la superioridad racial o el grado de "civilización".
Anoche escucho en el noticiero a la señora Carrió que expresa, refiriéndose al conflicto por el Banco Central, (con lo que han construido, a lo Goebbels, una increíble operación de prensa) que en ningún "país civilizado una Presidenta pasa por encima de las instituciones" y pone de ejemplo a España y Estados Unidos. Pocos países se consideraban mundialmente tan civilizados como la Alemania que parió al nazismo o la Francia colonialista que instaló a Petain; ¿Se referirá Carrió a la España que una vez más, como hace 500 años, repite su historia y echa por la borda al mar a los inmigrantes africanos que llegan a sus costas o a los Estados Unidos que exterminan a los mexicanos, iraquíes y afganos, entre otros millones?
El capitalismo ha minimizado costos, se ha refinado, y ya no necesita, para exterminar a los indeseables,tanta inversión burocrática como necesitó la Alemania nazi. Así como en la Dinamarca de los años 40, con una dirigencia bastante cómplice, Alemania mantuvo la ocupación (proveyéndose de allí del 10 % de sus necesidades alimentarias) con sólo 200 soldados, Africa es destruida por el hambre y la enfermedad, el fomento de conflictos internos y casi sin necesidad de ocupación militar. En América Latina les alcanza con una bases en Colombia y la complicidad de una parte de la dirigencia y las empresas, en especial, las de comunicación, laboratorios y el tráfico legal e ilegal de drogas.
Y reclaman la soberanía de la ley, que comparto como única forma de impedir la injusticia social, personajes que recientemente han pedido públicamente que no se respete la ley (y las convenciones internacionales de derechos humanos, tal como las eludió Hitler en el trato con los prisioneros de guerra del Este en particular, rusos,ya que los judíos, polacos, gitanos, ni estatus humano tenían en su ideología) en casos de derechos humanos que tocan los intereses de apropiadores de niños, genocidas y violadores que cometieron sus crímenes mediante la usurpación del aparato estatal, es decir, lo más execrable del delito y la criminalidad en un sistema democrático.
Y luego, hay que ver que la conducta del señor Cobos recuerda con mucho a la del noruego Vidkun Quisling, quien será recordado por muchos europeos como el prototipo del traidor.
Y alguien podrá decir que mi interpretación es muy forzada y es posible. La historia al parecer, enseña poco y deja un triste sabor a amargura.

jueves, 7 de enero de 2010

Imágenes, vestuarios y poder



Algunas tardes de verano me pierdo en las vidas de los poderosos de otros tiempos. Espiar en la vida de los poderosos es como hacerlo en la de los humillados y olvidados, sólo que con narradores que ponen color, luces y sombras a sus nacimientos, linajes, amores, alianzas, enfermedades, secretos, pecados, locuras, conquistas y muertes.
Si no fuera heredera de la tradición judeo cristiana, probablemente creería en la teoría de las correspondencias y entonces, a la historia de cada individuo la entendería como la historia de la humanidad y del universo. Cada vida y cada muerte, como la Vida y la Muerte.
Pero como no lo soy, hurgo en biografías más o menos académicas, librejos sólo escritos como mercancía y grandes obras literarias. No es ni la corriente de la microhistoria ni un trabajo de investigación siquiera serio. Es la pura y auténtica curiosidad del lego que hurga en las palabras, los mapas históricos y las genealogías, otros mundos posibles.
De cada figura "destacada" (recordada, quizá, o mejor, narrada, sería más adecuada como palabra), desde Plutarco a Emerson, Sarmiento, Zweig, hallamos versiones laudatorias, exageradas, denigratorias, liberales, marxistas, postivistas, etcétera.
Cada biógrafo se constituye de algún modo en un intérprete político, ya sea contemporáneo o no del personaje y la época narrada.
También hay modas que impulsan a señoras con el don de la escritura, que harían muy bien en dedicarse a tomar el té y chusmear con sus amigas, a escribir sobre otras mujeres del pasado, como si de ese modo les hicieran alguna clase de justicia póstuma.
Luego, están algunos supuestos periodistas ávidos de fama rápida y dinero fácil, que escriben sobre los poderosos contemporáneos, sin hacerse cargo en lo más mínimo de las consecuencias políticas de sus imbecilidades, al estilo Luis Majul, que hubiera sido probablemente un entretenido cronista de espectáculos pero se equivocó de rubro y la va de periodista político.
Sobre estas cosas reflexiono a veces, pero luego me olvido, y me pierdo, en los trajes de duelo blanco que usaba la madre de la reina Isabel de Trastámara, descendiente de la casa inglesa Plantagenet, y en el traje verde con que algunos biógrafos retratan a la Ana Bolena que conquistó a Enrique VIII en un baile cortesano.
Ya desde entonces, desde siempre, había tesoreros del reino escandalizados por los suntuosos gastos de la frívola etiqueta cortesana, princesas y príncipes envidiosos, damas celosas, amantes fogosos y ambiciosos dispuestos a traspasar cualquier límite ético en nombre de su deseo.
Entre trajes y banquetes, sangre y batallas, prisioneros y secuestros, asesinatos y nacimientos, distingo un fondo común, la total falta de libertad que suponen las posiciones de poder.
Pero como no había televisión, los publicistas de entonces debían al menos elaborar un poquito más sus estrategias comunicacionales para hacerlas verosímiles.
Como ese retrato que dicen que mandó a pintar Fernando el Católico de su prisionero, el Rey de Granada, Boabdil, para que pudieran luego identificarlo a la hora de tomar la ciudad sin confundirlo con los numerosos dobles que él mismo,por una lado; la madre del Rey, por otro, y algunos de sus partidarios, habían inventado con distintos fines, ninguno de los cuales beneficiaba al prisionero.