miércoles, 28 de noviembre de 2018

Que no tiene remedio ni nunca tendrá

Va al médico como si fuera a rendir examen. Obediente, contesta las preguntas de una anamnesis que solo conduce a nuevos laberintos, callejones sin salida, nuevos exámenes, nuevos laberintos, nuevos océanos de preguntas sin respuestas.
Va a rendir examen como si supiera y a ver a su amante como si fuera un novio, y al novio como si fuera un hijo un poco tontito pero bueno, como esos de los que se dice, sí, los votó, pero más por ignorante que por  facho, como quien le disculpa la torpeza a un verdugo.
Dicen que cuando Isabel finalmente condenó a María Estuardo ella rogó, como todos los condenados, que por piedad le mandaran al mejor verdugo, ese que te mata de un solo golpe, arrancando con limpieza la cabeza.
Dicen que Enrique Tudor fue especialmente cruel con Ana Bolena, la madre de Isabel, en ese sentido (y en tantos más), cuando la mandó a decapitar.
Con ella y con otra de sus reinas.
Dicen que hay hombres que te decapitan así, dejándote una marca, una llaga, una herida tajante, para que agonices lento y sufras más. Es como si marcaran el ganado, sus posesiones, sus bienes. Tal vez por que temen ser olvidados, tal vez solo sean leyendas.
Tal vez porque no pueden relacionarse con una mujer a la que desearon alguna vez sin humillarla, sin intentar someterla.

Va a la presentación de un libro al que la invita su amiga M, un libro cuyo título le atrae particularmente, Personas que quizás conozcas, de Virginia Feinmann. Y escucha en la presentación a la altura y a otra escritora, Raquel Robles, se reconoce allí en esta demanda de verdad que le formulamos a la ficción.  No sea cosa que mi interpretación no sea la correcta y tu voz no sea tu voz sino una referencia autobiográfica realista y verdadera, a  ver si estás leyendo esto porque estás escribiendo en esto tal cosa de tal persona y tal otra de tal otra como si se tratara de la declaración testimonial ante un jurado que.
Después de todo.
Yo que sé.
Vivimos en un país donde las declaraciones testimoniales y los cuerpos violados y torturados se tergiversan. Se miente en donde se jura decir verdad, se dice lo que no es y no se dice lo que gritan las autopsias, los ADN y los huesos que aparecen tarde o temprano.
Más bien tarde.
Tardísimo.
Los muertos que vuelven de los ríos y los mares y las fosas comunes.
Las pibas en los descampados y los basurales.
Tarde. Muy tarde.
Pero igual tardísimo no es lo mismo que nunca.
Va al psicoanalista como si fuera a una iglesia o a una sinagoga, o a una mezquita, o a cualquier templo donde pudiera hablarle a los dioses que hace rato ya que no nos escuchan.
Va como si por ese llanto que llora pudiera terminarse algo del dolor, de la injusticia.
Como si por ir y hacer lo que le dicen, las enfermedades desaparecieran.
Las del alma cuerpo y el cuerpo alma.
Desolador, como canta Leti Carelli.
Desolada.
Como si por escribir apurada en el teclado de un teléfono pequeño pudiera desear a quien no desea y ser amada por quien no la ama.
Como si el olvido, o al menos el reposo, pudieran recetarse en algún consultorio. Como si pudiera olvidar hasta qué punto lo tenés adentro, con tantos análisis que intentan diagnosticar aquello que no tiene remedio, ni nunca tendrá.
Porque no tiene juicio.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Como los lobos

Creo que podría guionarlo. 
Y en él, a otros.
Había comprendido que amaba así, si es que eso era amor: quizá empujado por ese vacío que era como el fuego de la acidez que nada calma, saltando de cuerpo en cuerpo, buscándose.
Amaba así, descuidado, irresponsable como un niño tiranizando a una madre demasiado madre y a un padre siempre en fuga.
Quizás. Desesperado.Meando el territorio, vagando por el bosque, siempre hambriento.
Repetía diálogos y estrategias, tal vez se daba cuenta, tal vez no. Usaba las mismas palabras, las mismas miradas, las mismas canciones, los mismos poemas, los mismos llantos, las mismas bromas para distintas mujeres. 
Llevaba una vida mordiéndose la cola. 
Perro bravo, perro loco, perro malo. 
La rabia juvenil se le había hecho pasión por los espejos, buscaba su reflejo incluso en lagos congelados.
Había días en los que sentía un lobo capaz de conducir, cuidar y alimentar a su manada en medio de los bosques más hostiles, y se sentía satisfecho, como un hombre después de acabar, pero más.
Salía entonces con espuma en la boca a la caza de nuevas presas, sin medir más que la necesidad de la hora, sin demorarse.Como si estuviera hecho de instinto animal y no de palabras que nos dieron los dioses.
Otras veces era apenas un cachorro abandonado que, en ese cuerpo ya cansado, buscaba la protección de sus ancestros.
Cuando se volvía de esta especie, me había hecho presentir que nos parecíamos un poco y que podíamos hablar una misma lengua, pero no era cierto. Apenas un espejismo en el desierto. En verdad, no hay en él oasis, solo hay desierto. Vivía el instante y se aburría rápido, se sacudía el pelaje y ya no quedaban rastros de tu paso por su vida.
Era capaz de lastimar con sus zarpazos, mordía y arrancaba pedazos de carne por deporte, para mantener afilados los colmillos, las uñas, lo salvaje.
Tal vez lo hacía por desesperación.
Como sea.
Traía arrastrando en las mandíbulas las pruebas de un nuevo triunfo, te tiraba ahí a la vista la confirmación de su potencia viril. Era como si te pegara una piña, justo cuando vos ya había terminado la pelea y te habías aliviado de tus enojos, y te habías ido a navegar.
Lo había querido querer así, tal como yo  lo percibía, pero cuando te relajabas llegaba la mordida brutal del animal tempranamente herido y desconfiado. No podía evitarlo.
Yo conocía otros lobos, monos salvajes, escorpiones, pavos reales.Yo era un poco también a veces de esa estirpe salvaje que lucha por sobrevivir y ser amada, cada vez que una mirada me adivinaba el deseo.

Y entonces, escribir.
Escribir, me preguntan sobre escribir. Si escribir lo íntimo, si hacerlo acerca de esto le dará carnadura, si el peso de la palabra escrita hace más pesada la mochila. Si el miedo de morir nos apremia a escribir. Si escribimos para vengarnos o para hacer justicia. Si escribimos para que nos amen, o para que nos comprendan.
Si perdonamos las injurias porque estamos hechos un poco de materia divina y no solo de barro y diablos, o si sencillamente lo hacemos para aliviar el equipaje y seguir andando.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Los amantes de las colinas

Mi amigo P me cuenta varias historias de sus antepasados sicilianos.
Historias parecidas a las que tenemos muchos, pero a la vez singulares y únicas, de esas de las que estamos hechos todos y todas quienes venimos de los linajes perseguidos, inmigrantes, originarios de esta tierra conquistada a sangre y violaciones, o del viejo continente expulsivo de sus hijos e hijas más pobres, o más transgresores, valientes y cobardes, sedientos de poder y de gloria, o almas torturadas por crímenes imaginarios o reales.
Ninguna me conmueve tanto como la de la muchacha cuyo esposo se va a la guerra (aquella Primera, de la trincheras que tragan vidas y escupen despojos, que se secuestran hombres y devuelven locos y lisiados), y se enamora de otro hombre que vive en el pueblito de la otra colina al de ella.
Es un amor que arde y se enciende con el fuego romántico de la imposibilidad.
Se miran, se adivinan, se desean de colina a colina.
Pero es un amor que no puede consumarse, la ley y su obediencia se los impiden. El deber con el marido se acrecienta ante la idea de su retorno y la razón de su ausencia, sería una traición doble: al esposo y al soldado que defiende la patria.
No puedo dejar de imaginar a esta joven  mujer así, en la colina, amando lo que no será, deseando lo imposible.
Siento pena por ella, y a la vez, sospecho que pocas vidas pueden ser tan vívidas como la de los amantes que se garantizan de este modo la intensidad de su deseo en esa, su eterna promesa y postergación.
Mi amigo P no me dice, ni yo pregunto, si el marido volvió de la guerra, como Mambrú.
Eso no importa en este relato.
Si fuera una pintura veríamos las colinas, en el medio el verde valle, y en cada cima las siluetas de los amantes que permanecen tan lejos y tan cerca.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Los hombres que me gustan

Estaba pensando en los hombres que me gustan ahora.
No son super héroes ni los clásicos neuróticos obsesivos de manual, ni los Narcisos que se prenden fuego cada vez que se miran en un nuevo espejo y saltan de una mujer a otra solo para no caer en el abismo del vacío (incapaces de amar), aunque tengan algunos rasgos así, por supuesto, después de todo, ninguna de las mujeres que quiero ni yo misma somos más ni menos que bellas y valientes neuróticas, heridas, humanas, loquitas.

Mis amigas dicen que solo me gustan los hombres bellos...
Y tienen razón y se equivocan.
Porque es cierto que me deleito en la belleza, y eso quizá ha sido mi perdición.
No he buscado tanto como me hubiera convenido seguridad, ni comprensión,  ni confort, ni dinero, porque la belleza es la trampa donde vamos a morir colibríes, moscas, mariposas, serpientes, adanes, evas, libertarios, peronistas del goce y la justicia social, y las hijas del siglo hecho de guerras, amores apasionados y locos, literatura y rock.

A morir, y a renacer.

Pero no me gustan los hombres solo bellos o solo los hombres bellos. Que por añadidura un hombre inteligente y sensible sea bello, quién podría rechazarlo.
No sé.
¿Cómo explicar el efecto aterciopelado de un timbre de voz en mi epidemis?  Cómo escribir del impacto de la suave noche hecha novela y canción, rasguido de guitarra y voz de tenor, río de deshielo que corre, jóvenes aventureros en selvas amazónicas o contienentes negros, militantes valientes de revoluciones perdidas, oleaje de mar rescatado de un poema de Rafael Alberti, un hombre lanzado en su tabla de surf al infinito, trazos que de la nada inventan belleza, y acordes que hacen mundos.
¡Ay, esos maravillosos hombres tan distintos a mí, tan extraños, cómo no amarlos, cómo no odiarlos!
La belleza de las manos que saben hacer obra, ¡oh!, es el amor que hace sucumbir.
Pero hemos madurado e incluso aprendido a no dar tantos espectáculos de los que podamos arrepentirnos.
Y entonces los hombres que me gustan ahora, lo poco que de eso yo sé (casi nada, el deseo es un misterio, oh que será que será), son esos capaces de no salir huyendo ante el miedo aterrador de una demanda de amor femenina.
Que no actúan según lo que creen que se espera de ellos, sino que participan de cierta empatía, y pueden acariciar un llanto o acompañar una risueña borrachera sin tanto melodrama ni prolijidad correcta.
Que conocen el poder de un abrazo sentido, ahí, poniendo el cuerpo y capaces de reírse, aunque nosotras hagamos, muertas de sed y de contradicciones, como un personaje  de Visconti que dice: ¡andate, bruto! Mientras aferramos sus brazos.

Son los que pueden leer estas y otras palabras de mujeres, sin pensar que fueron escritas exclusivamente para sus pitos, que no hablan necesariamente de ellos aunque ellos estén en estas palabras, cómo están en el amor que les profesamos alguna vez o ahora o en el futuro; incluso, los que consideran la posibilidad permanente de que sus pitos (grandes, pequeños, medianos, hermosos, raros, gordos, finitos, feos) no sean el centro del universo.
Son los que se hacen cargo de sus hijos  y lo disfrutan, son los que cuando escuchan hablar de cáncer u otras enfermedades serias a mujeres en sus vidas  (madres de sus hijes, amigas, ex, amantes, novias, hermanas, madres, hijas) pueden sobreponerse a sus miedos y estar a la altura, acompañar, decir una palabra dulce, o hacer una broma, ocuparse de los hijos e hijas,
equivocarse y angustiarse, pero  reparar, no lastimar sobre las heridas, leer entre líneas, quedarse.
Intentarlo.
Cuidar. Sin miedo a  que ello signifique firmar una hipoteca o un pagaré que se pague con una libra de carne,  sino más bien un gesto que nos permita seguir siendo humanos y no androides guiados por los algoritmos del deber ser tecnofílico.
Hacerse alguna pregunta acerca de la otra, tratar de ponerse en el lugar.
Decir algo que sea verdad, tomarse el trabajo de conocerse un poco para ello.
Mirarnos a los ojos, dar consuelo en lugar de desmaterializarse como una super nova tragada por un agujero negro o convertirse en una bola densa como una enana blanca vagando sin rumbo por galaxias lejanas.
Los hombres que me gustan, son como nosotras, los que al menos lo intentan.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Y de repente

Tenía el corazón arrebatado , como si todo el corazón y un poco más le pertenecieran a la hija que está enferma.
Tenía el pulmón oprimido e incapaz, como si el pulmón todo se oxigenara en la sonrisa de su hijo.
Tenía unas lágrimas que habían marcado surcos, como en la piedra, en donde alguna vez había tenido el útero.
Tenía el cuerpo lleno de marcas y cicatrices, tatuajes y restos de viajes, amores, tragedias, mutilaciones, la belleza de la vida del marinero y el náufrago, de la hechicera y la bruja.
Extrañaba a veces los años de juventud, quimeras y posibilidades abiertas al mañana como la flor del cactus que se hace esperar tanto pero al fin llega.
Miraba desde el avión las nubes como si no hubiera un pasado y un lugar a donde regresar.
Y de repente, alguien que interrumpe la nostalgia.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Y que suene algo de jazz en tu cabeza

Todo lo relacionado con  X está rodeado de un vapor triste y espeso, como cuando andamos por la selva un día de lluvia.
Cada vez que estés por olvidar eso, lo que se recomienda es volver a mirar lo que se exhibió descuidadamente, el fallido delator que laceró el corazón.
(¿Te acordás del mail "equivocado" que A le manda a B?)
La memoria es tramposa, y en días de lluvia puede que deje flotar lo que emerge, resguardando en el olvido lo que hunde.
Mejor salir a navegar con dos copas y una botella.
Reírse y besarse mientras los relámpagos refusilan.
Y que suene algo de jazz en tu cabeza.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Saber mirar

Lee Mujeres que miran a hombres que miran a otras mujeres, de Siri Husdvedt (libro que dos veces le ha regalado la misma amiga, sabia ella).
Mira los cuadros del pintor, una serie erótica, la misma modelo, es Tal, dice él, y toma los cuadros con ambas manos, como si temiera que alguien se los/se la lleve, contradiciendo  asi sus afirmaciones sobre el deseo de poseer o no poseer.
O tal vez no, tal vez solo ella no sabe mirar/leer el gesto.
Contradicciones, el planeta humano que habitamos todos, esa es su perspectiva, su número de oro de las palabras que brotan y tejen relatos donde cada quien lee lo que busca, y lo que no quiere encontrar.
Ella ahora es toda libertad, al fin, toda futuro, hic et nunc.

(O casi toda, no jodamos).

Mirar los cuadros y abandonar las redes, mucho mejor.

Mira las obras de la chica canadiense, mira su grito feminista de hartazgo de violencia y se siente allí también en casa.
Mirar junto a la amiga que escribe como si tirara bombas, como si el humor fuera la única posibilidad de salvarse en el amor, que escribe tan bien.

Dejar de buscar lo que tarde o temprano se encuentra, lo que hunde, lo que revela que no es lo que queremos que sea, lo que nuestra mirada inventa, atrapada en la trampa del deseo.
El baile que no puede dejar de mirar Lol, pero ella sí, ella por fin si puede.
Los celos como atacantes nocturnos, la mirada como dolor de látigo y como repentina cura, y chau.
Las palabras que hieren, los que piden que seamos robot cuando el deseo habla por nosotros, que seamos buenos, que seamos justos cuando apenas podemos ser nosotros, mirando espejos que a veces nos devuelven imágenes paganas.
Mira la diagonal que traza la mirada de un hombre que no, mirando a una mujer que sí. Sea un relato de ficción, sean  otros, sea ella, es una y otra vez el cuento de Poe, la Carta robada, haber tenido todo a la vista y no querer verlo, haberlo tenido, a ver de pronto todo la mugre bajo la alfombra (sobre todo la mugre propia, no ya la ajena), la estrategia al desnudo.
Nota la simetría de una cercanía con el obelisco para un mensaje lejano que propuso un encuentro que precedió a unos cuantos apasionados desencuentros, y ahora  es pura escenografía de un adiós telefónico que describe la imposibilidad de decir lo que no puede ser dicho, apenas balbuceos (y sí, esto es mío, autobiográfico, pero vos ya no lo leerás, y sí, vos sos vos, vos mirándote en tu espejo, pero jamás en el mío, sintiendo que soy la imbécil incapaz de comprender el alcance de tus problemas).
Mira el recuerdo de los cuerpos juntos y sabe, no es por eso, por los cuerpos, no es por eso, por el placer del que ha sido excluida, no es por eso, por el placer que ha compartido, nada de eso importa ya a esta hora de la vida.
No son ellos, o más bien, son ellos, y aquellos, y los de más allá.
Es lo otro, lo otro sin palabras, lo otro de la mirada, la mirada que mira a la otra. La mirada que no nos mira.

Mira las fotos y no puede encontrar nada, ni los rastros de aquello que ponía a galopar su corazón, y solo ve  gente lejana, ajena, extraña.
Los rodeos y los laberintos para salir de los rodeos, de los laberintos, ya se sabe, se sale por arriba.
La parte inventada, siempre es la parte inventada. La escritura es traducción, ya es otra cosa, no es la cosa.
La escritura inventada, la memoria inventada, el recuerdo inventado, el amor inventado, el encantamiento inventado, los celos inventados, las heridas.
Las heridas no se inventan: los puñales se clavan, y se reciben.
No hay vida sin puñales.
No hay vida si heridas.
No hay vida sin muertes.
Muertes espectaculares, pequeñas muertes, ¡oh, petit morte!
¡Mujeres que miran a hombres que miran a otras mujeres!

sábado, 3 de noviembre de 2018

Primavera

Como un castillo de naipes, todo así de pronto derrumbado. En el piso sucio, vulgar, como cualquier subsuelo que ha permanecido oculto y sin luz, las cartas han perdido toda magia, el truco falla, la espera termina.
Como el mago descubierto en su secreto, lo que era asombro y admiración se vuelve vano.
No tendría que haber tantos juegos de espejos y espionajes para quienes desean permanecer habitando simulacros.
Caminando en la cornisa, el hartazgo del ego promueve pasos en falso y el tropiezo ya no es amor, es desencanto.
Como las burbujas con las que juegan los niños, subiste y en lo alto, al estallar todo se ha desvanecido.
El fantástico aventurero se convirtió en un perro que ladra y ladra y ladra.
Y no muerde.
La montaña mágica de cumbres borrascosas, un terraplén apenas.
La noche me cobijó como si la lluvia no tuviera importancia y esta mañana, sol y colibríes.
Imágenes paganas.
Colores santos.
Un remolino mezcla.
Prados y vergeles.
Calorcito en el cuerpo, bienvenida primavera, ya era hora.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Bienvenida al club

"Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera".
(Ana Karénina, León Tolstoi)

Bienvenida al club, me dijo, y me llevó a dar una vuelta manzana, mientras fumábamos nuestros cigarrillos, él rubio, yo negro.
Era un tiempo en que la gente fumaba y no se la consideraba por eso fea, sucia y mala.
Mis piernas me sostenían apenas, no había comido nada en los últimos días.Su bienvenida era a la orfandad.
Nosotros nos distinguíamos por eso. Vivíamos en un país de orfandades prematuras, de genocidios, y también en familias de locuras, enfermedades que arrasaban, dolencias vergonzantes.
Eran esas edades donde te parece que todas las demás familias son mejores, más felices, más sanas, armónicas. Matrimonios duraderos y enamorados, abuelos vivos, padres y madres que no nos dejan huérfanos.
Bienvenida, me dijo.
Éramos del club, del club al que ya pertenecían demasiados amigos y amigas, ese del que los demás creen entender de qué la va pero no lo entienden. Una tampoco.
Algunos y algunas fuimos abandonados primero, antes de la muerte. Por decisiones, exilios, enfermedades.
A otros nos los quitaron.
Fuimos adultos repentinos, apenas saliendo de la inocencia, ya responsables de otros y de nosotros, nuestras amistades se hicieron maternizantes y paternizantes, y de una clase de fraternidad que no se aviene a otros moldes.
La vida en nuestras manos. Los rituales de velorios y entierros en nuestras manos. Las herencias perdidas en nuestra manos. Las pérdidas en nuestras manos inexpertas y necesitadas de amor.
Los duelos de lo que puedo haber sido, en nuestros cuerpos.
Todos quieren que comas, que te alimentes, todos ven que tu peso se desliza hacia una infancia-fantasía-protectora.
Y él, ahí, te banca el cigarro, te banca, te comprende.
[Después arruinamos esta amistad, pero esa es otra historia, y eso no borra la noche del velorio, ni otras noches, y días y años].
Ahí estamos.
Y hay que agradecer, porque en ese club hay membresías muy anteriores. Apenas bebés. O bien sin ninguno de los dos, ni madre ni padre, ni patria, ni amor.
Yo lo recuerdo así, era mi amigo, diciéndome eso, encendiendo mi cigarro, sosteniendo mi andar tembloroso, abrazando mis hombros vencidos, mi mirada cayendo al abismo de lo desconocido.
Él, y su humor corrosivo, bienvenida al club.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Justicia para Lucía Pérez

Miro la cara de la piba
miro la mirada de la madre y los hermanos de la piba
miro la cara apenas sonriente de la piba, toda iluminada, toda ella prepotencia de vida que desea.
Miro el pelo, pelo, liberado, el piercing, la ceja bien delineada un poco levantada, los grandes ojos oscuros.
Miro en las redes a lo nefastos, miro sus asquerosas e inmundas caras, presiento su hedor, su inmundicia, me dan arcadas.
No puedo nombrar lo que tememos todas, las hijas, las amigas, las madres, la hermanas.
No puedo decir las palabras ni pensar que su última conciencia, su última imagen, su último contacto con otro ser humano haya sido este infierno.
Pienso que ojalá que Dios exista, y ojalá que sea en su infinita compasión dador de una muerte dulce a quien de este modo ha sido violentada.
Miro los ojazos de Lucía.
Y ruego que todo sea luminoso en su mirar por siempre.