lunes, 5 de noviembre de 2018

Saber mirar

Lee Mujeres que miran a hombres que miran a otras mujeres, de Siri Husdvedt (libro que dos veces le ha regalado la misma amiga, sabia ella).
Mira los cuadros del pintor, una serie erótica, la misma modelo, es Tal, dice él, y toma los cuadros con ambas manos, como si temiera que alguien se los/se la lleve, contradiciendo  asi sus afirmaciones sobre el deseo de poseer o no poseer.
O tal vez no, tal vez solo ella no sabe mirar/leer el gesto.
Contradicciones, el planeta humano que habitamos todos, esa es su perspectiva, su número de oro de las palabras que brotan y tejen relatos donde cada quien lee lo que busca, y lo que no quiere encontrar.
Ella ahora es toda libertad, al fin, toda futuro, hic et nunc.

(O casi toda, no jodamos).

Mirar los cuadros y abandonar las redes, mucho mejor.

Mira las obras de la chica canadiense, mira su grito feminista de hartazgo de violencia y se siente allí también en casa.
Mirar junto a la amiga que escribe como si tirara bombas, como si el humor fuera la única posibilidad de salvarse en el amor, que escribe tan bien.

Dejar de buscar lo que tarde o temprano se encuentra, lo que hunde, lo que revela que no es lo que queremos que sea, lo que nuestra mirada inventa, atrapada en la trampa del deseo.
El baile que no puede dejar de mirar Lol, pero ella sí, ella por fin si puede.
Los celos como atacantes nocturnos, la mirada como dolor de látigo y como repentina cura, y chau.
Las palabras que hieren, los que piden que seamos robot cuando el deseo habla por nosotros, que seamos buenos, que seamos justos cuando apenas podemos ser nosotros, mirando espejos que a veces nos devuelven imágenes paganas.
Mira la diagonal que traza la mirada de un hombre que no, mirando a una mujer que sí. Sea un relato de ficción, sean  otros, sea ella, es una y otra vez el cuento de Poe, la Carta robada, haber tenido todo a la vista y no querer verlo, haberlo tenido, a ver de pronto todo la mugre bajo la alfombra (sobre todo la mugre propia, no ya la ajena), la estrategia al desnudo.
Nota la simetría de una cercanía con el obelisco para un mensaje lejano que propuso un encuentro que precedió a unos cuantos apasionados desencuentros, y ahora  es pura escenografía de un adiós telefónico que describe la imposibilidad de decir lo que no puede ser dicho, apenas balbuceos (y sí, esto es mío, autobiográfico, pero vos ya no lo leerás, y sí, vos sos vos, vos mirándote en tu espejo, pero jamás en el mío, sintiendo que soy la imbécil incapaz de comprender el alcance de tus problemas).
Mira el recuerdo de los cuerpos juntos y sabe, no es por eso, por los cuerpos, no es por eso, por el placer del que ha sido excluida, no es por eso, por el placer que ha compartido, nada de eso importa ya a esta hora de la vida.
No son ellos, o más bien, son ellos, y aquellos, y los de más allá.
Es lo otro, lo otro sin palabras, lo otro de la mirada, la mirada que mira a la otra. La mirada que no nos mira.

Mira las fotos y no puede encontrar nada, ni los rastros de aquello que ponía a galopar su corazón, y solo ve  gente lejana, ajena, extraña.
Los rodeos y los laberintos para salir de los rodeos, de los laberintos, ya se sabe, se sale por arriba.
La parte inventada, siempre es la parte inventada. La escritura es traducción, ya es otra cosa, no es la cosa.
La escritura inventada, la memoria inventada, el recuerdo inventado, el amor inventado, el encantamiento inventado, los celos inventados, las heridas.
Las heridas no se inventan: los puñales se clavan, y se reciben.
No hay vida sin puñales.
No hay vida si heridas.
No hay vida sin muertes.
Muertes espectaculares, pequeñas muertes, ¡oh, petit morte!
¡Mujeres que miran a hombres que miran a otras mujeres!

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