miércoles, 12 de junio de 2019

Néctar de liquidámbar

Estaba empezando la primavera, estación en la que me animo, es como si el renacer del ciclo ocurriera a niveles mitocondriales.
Se produce en mí una agudización de la contradicción: entre la animala arcaica, cuyo deseo despierta algo amorfo pero poderoso, y una nostálgica del romanticismo alemán o del apasionamiento melanco de las almas rusas, y mi sensibilidad estalla. Flores, nubes, atardeceres, discos de Blur, palabras pronunciadas o escritas poéticamente, manos rasgando cuerdas de guitarras, retratos modiglianescos, avenidas porteñas saturadas de autos, todo, o casi todo, me llega al corazón.
Sin filtros.
Venía de una pena de tango y bandoneón, algunos pianos resonaban todavía, pero no olvidaba la balalaika que invita a bailar en las estepas de nuestras almas de linajes campesinos y maestros, de buscadores de estrellas y poesía y resistidoras de diablos y pogromos.
Y chamamés litoraleños negados y reencarnados en amores que ya no cantan más.
Le cuento a mi amiga que X me invitó a cenar. Así, casi de la nada.
Omito el relato pormenorizado de idas y vueltas en el chat a lo largo de meses, tal vez un año o más. Lo omito no por engañarla, sino porque no lo registro, todavía, como lenguaje amoroso.
Nunca le di importancia. Siempre estoy muy ocupada.
Me advierte: si te gusta salí, pero con X no se puede tener nada.
Tener.
Recuerdo esa palabra.
Tener, sostener.
Yo no soy de tener.
Y tampoco me gusta que me tengan.
Prefiero amar a mi manera. Que no es despojada ni filantrópica, es solo así: menos libre de lo que quisiera, pero mucho menos prisionera de lo que el confort recomienda.
Y sino hay amor, que al menos haya literatura. O música. O dibujos.
O nada.
No vamos a regatear.
Tener tal vez sea para gente más prolija, más estable, más correcta.
Yo no quiero tener nada, le digo.
Ella se refería a la fobia que atravesaba a las relaciones muy comprometidas. Síndrome de Cenicienta, a las doce salir corriendo.
Era primavera.
Venía de una relación de mucho tiempo. De esa intimidad que es Cielo e Infierno, y que al romperse nos deja extrañadas en un cuerpo y una vida que parece ajena, algo muerta.
El flaco está bueno, lo conozco de siempre (eso creía, no tenía idea). Hay cierta confianza. Incluso cuando me invita, descreo o niego sus intenciones seductoras.
Es un conocido, pienso, y hay cariño. Podría llegar a convertirse en un amigo.
No me arreglo.
Mejor dicho, me desarreglo y me pongo de entrecasa para salir con él.
No quiero mandar mensajes equivocados.
Ni siquiera sé qué mensaje quiero mandar.
Mi amiga cree que solo empiezo a verme con X porque con X no se puede tener nada.
Y que yo no quiero tener nada.
Pero me gustaba bastante. Eso también lo sé, aunque en ese momento no había reparado en eso, ni en él. Todavía no sé si es un cínico, un bipolar o un alma rota, como la mía, como casi todas.
Mi amiga insistía: te enganchás porque sabés que con él no se puede tener nada.
Y eso le preocupa o le molesta, según la ocasión.
Ella nunca estuvo sin pareja, no le va esa forma de vivir.
Dice que el amor para ella esto y aquello.
Yo la vida sin un amor tampoco la concibo, objeto. Pero la pareja... cuántas veces no es el amor, ¡ni de cerca! Eso de estar por estar no me va.
Me aburre. Me mata. Me hace ser mala. Me embrutece.
En el medio todo el trabajo que se hace leyendo buenas novelas, escuchando (a otros, a otras) y hablando en un diván.
En el medio un no amor que no llega a nacer y ya muere.
Demasiado fuego para tan poco sexo.
Demasiado sexo para tan poco amor.
Demasiadas canciones y palabras.
Hasta que me doy cuenta que tampoco quiero tener a X.
Ni una historia con X.
Y y Z, menos. Ni pena ni gloria.
X es la parte de la ecuación, la incógnita a despejar (en mí). X era cómodo.
A X tal vez yo le gustaba la mitad de lo que me dijo que le gustaba y es un montón.
X me rompió el corazón, pero no mucho. Lo suficiente para recordarme que tenía uno. Quise ser leve como las chicas que le gustan a X, pero la levedad no es lo mío.
Mi amiga tenía razón.
Con X nada.
Pero X te hizo salir de la covacha.
Gracias X. Chau X. Empezó el verano, otra vez más.
Estamos en otoño.
Y mientras camino escuchando canciones y viendo persianas bajas de comercios tristes y abandonados, mientras me distraigo bebiendo del néctar de belleza que proponen los liquidámbar, sonrío en el nivel celular, sonrío sin saber por qué, por lo que vendrá.
Por Dionisio desmembrado, y todas las diosas de la vida, y por los gauchos cuchilleros que aún resisten.
Porque otra vez llegará la primavera.
De regreso a Oktubre.

jueves, 6 de junio de 2019

Patios vacíos de otoño

Vagamente recuerdo haber leído en algún cuento de Kundera de mis veintialgo que había que prestar mucha atención a la conducta de los primeros momentos en que dos personas pasan juntas una noche, una mañana, esas primeras horas en las que nadie sabe bien si es el principio de algo más duradero o un encuentro ocasional.
Porque allí, en las primeras actitudes y detalles, habita el germen de la forma en que se desarrollará la relación en caso de continuar. Si él, por ejemplo, le lleva el desayuno a la cama, posiblemente será quien se ubique en posición de atender al otro. Si ella quiere charlar o fumar después del sexo, seguramente esa actitud se repetirá en el futuro y puede llegar a ser un problema si él es de los que se abandonan al sueño una vez satisfechos, o si odia el cigarrillo.
Advertida, sin embrago, suelo distraerme y no prestar atención a estos detalles, salvo en la perspectiva del tiempo cuando trae el final del deseo y deja, con suerte, alguna historia ficcionada en base a emociones y pensamientos vividos.
Debí darme cuenta que todo estaba ahí, en esas primeras escenas, en el caso de X.
Por ejemplo, el modo en que él decía quien era con las mujeres, su manera de jugar el juego de un romanticismo nostálgico que en cierta forma usaba para encubrir su vacío, una posición ¿algo femenina? y su fantasía de seductor. Hablaba de una chica con la que había salido, y enseguida estaba aclarando que a él en verdad la chica no le gustaba mucho, pero en cambio le encantaba la amiga (o la prima, o la hermana, pero no la chica con la que estaba, sino otra). Era como si confesara que no estaba donde quería o con quien quería, y su deseo de alimentaba de búsquedas más que de encuentros, y de fantasías más que de vínculos. Y entonces yo lo sentía como incomodidad, como herida (no está acá, su deseo está en otra parte) o como fantasía de histeria, sin llegar a comprender que era un hombre que no podía.
Que no podía quedarse en ninguna parte porque en realidad no estaba del todo allí donde aparentemente estaba.
Y ahora, en patios vacíos de otoño, ni la música me regresa a esa memoria que alguna vez fue primavera.