lunes, 20 de mayo de 2019

Como una viajera del siglo XVI



Miraba ahí con atención, como si tuviera un catalejo y fuera una viajera del siglo XVI, como si la sorpresa -y una fantasía de costa- alimentaran un cuerpo ya tan cansado que a veces se sorprendía de que sus piernas aún.
Miraba y no podía comprender dónde o cómo esa imagen tanto, hace apenas un tiempo -un tiempo que no se puede enumerar, curiosamente, pero que se había vuelto eterno por momentos, sobre todo en los momentos en que ese hoy extraño de la foto había sido como un dragón de epopeya y, al haber elegido castigarla con su impiadosa indiferencia, se había vuelto más alado, como todo lo que escapa y al escapar, en lugar de restar, suma.
Esa imagen, digo, había encarnado un deseo poderoso y revitalizador.
Y después el vacío, los rituales de olvido y de distracción.
Las muertes.
Y la novedad de la crueldad, algo que ella tenía edad para haber conocido antes, pero le llegaba de modo tardío y con una comprensión algo enturbiada por haber confundido interpretaciones, hijas de una mala lectura de las posiciones subjetivas, con la simpleza de una evidencia: hay gente que sencillamente no experimenta empatía, gente para lo que nosotros somos cosas descartables y aburridas.
Esa imagen que ella había evitado para salvarse de sí misma en su peor versión, ahora se cruzaba inesperadamente ante su mirada y ahora era nada.
Una silueta sin sentido y un fraseo repetido sin una melodía que conmoviera nada en ella.
Y cuando el hombre que estaba a su lado contando historias de esas que son oníricas e imprescindibles, reales y delirantes, en un ademán efusivo, tomó su brazo con esa mano fuerte, ella supo -con esos saberes que llegan con delay, algo demorados, primero como reacción del sistema epidémico y del nervioso, mielina y sinapsis- que ese, el de la foto y los encuentros furtivos, si es que alguna vez había sido algo más que una invención, ya no existía.
Y la música lo envolvió todo y la lluvia se sumó a la fiesta. Y fue río.

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