viernes, 13 de julio de 2007

Contra los editores

Si fuera escritora me gustaría escribir un panfleto que se titulara “Contra los editores”. Tendría un formato parecido al que Karl Kraus escribió contra los periodistas y es probable que nadie quisiera publicarlo, porque aunque fuera una escritora exitosa y publicada, todos sabemos que en la industria editorial actual los editores tienen mucho más poder que cualquier escritor.
Desde ya, no atacaría (al menos en ese panfleto) a los empresarios dueños de las editoriales, horrendos y salvajes capitalistas multinacionales. Esos serían, en todo caso, cientos de libros y ensayos aparte, ya muy bien y mal escritos, por otro lado.
Me concentraría en los editores, me regodearía en hablar pestes de ellos. Perdonaría a los correctores de estilo y es probable que, en mi fuero más íntimo, intentara hacer excepciones. Después de todo, conozco algunos editores que son lectores y respetan el trabajo de los escritores, pero son pocos. Tal vez perdonaría a algunos editores muy jóvenes, que se estén iniciando en la tarea, porque la soberbia que los caracteriza en el oficio puede serles perdonada como un pecado de juventud. Después de todo, todos los jóvenes apasionados se enamoran de sus oficios o de ciertas reglas de éstos y las consideran religiosamente: como certezas absolutas y con un fanatismo que a veces resulta conmovedor.
Con los muy mayores es posible que me tornara más indulgente y, quizás, los dejaría aparte, como en una nota al pie de esas que los editores treinteañeros y cuarentones detestan porque afirman que vuelven poco amable un texto o que son la prueba de que el texto está mal escrito. (a estos me gustaría verlos leyendo la edición de El Príncipe con los comentarios al pie de Napoleón que no hubieran sobrevivido a la historia de aplicarse, en esa época, su despótica y abortista norma)
Hablaría puntualmente de los editores de edad media.
Conozco a algunos que saben muchísimo de gramática y del uso correcto del español, por ejemplo. Saben armar destacados, reseñas y buscar títulos adecuados y proponer copetes gancheros (incluso hasta llegan a hacerlo bien) aunque no se ajusten en absoluto al tema del que trata un texto. De hecho, si un editor leyera estas líneas, es probable que ya hubiera reescrito la mitad, eliminado varios párrafos y despreciado el conjunto, sin haber sonreído ni una sola vez, porque algo que encuentro que caracteriza a muchos de ellos es la absoluta falta de sentido del humor, al menos, en lo que su trabajo se refiere.
Por momentos actúan como si fueran otra cosa que empleados al servicio de las empresas periodísticas privadas o gubernamentales y hablan con el desprecio de los ricos y los amos acerca del trabajo de otros asalariados, sean éstos intelectuales, escritores, docentes.
Una editora, muy profesional, me dijo un día: los escritores suelen ser tan estúpidos que creen que son ellos los que escriben los libros. (en el supuesto que un editor considere que en este caso el uso de la itálica es un error, que lea a Bolaño, a Jaime Bayly, etc, etc, etcétera. Si eso le resulta peligroso, hay muchos otros autores editados por editores que aunque piensen de la misma manera, saben qué les conviene para conservar sus trabajos).
Yo pensé que la literatura estaba más protegida cuando no existían estos horrendos profesionales burgueses, que por lo general, son gente muy inculta que sólo consume (no lee ni encuentra placer en la lectura) un canon literario, ya sea el que impone la Academia, ya el del establischment editorial, que es más o menos parecido.
Paso muchas horas de mi vida trabajando sobre textos ajenos. He escrito muchas veces en nombre de otros textos de diversos géneros y utilidades. Algunos considerarían que hago trabajo de edición, pero Dios me guarde de ser confundida con esta gente.
¡¡¡¡Abrid las cabezas, señores editores, abrid los libros, hasta lo que están mal editados, encontraréis allí grandes sorpresas y nuevos mundos!!!
Si además de ello, todavía les queda algo de sangre en las venas, quizá vean que detrás de los autores hay seres humanos esforzados, incluso algunos muy sabios e inteligentes y a veces, lo que ustedes consideran errores, es solamente estilo, pero el estilo es algo intransferible, no se estudia en ninguna facultad ni se explicado por ningún dogma único. Es algo maravilloso, que aprende la gente de corazón humilde, que siente amor por las palabras, que confía en la belleza del mundo literario y que está dispuesta a aceptar aquello que no entiende por su propia ignorancia.
Los censores y los editores se llevan bien con los que queman libros, con los que destruyen bibliotecas y con los sabihondos.
Se parecen a los periodistas en varios aspectos.
Tengo la impresión que sin ellos, el mundo de las palabras sería mucho más generoso.

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