miércoles, 1 de agosto de 2007

Otra amiga libriana de City Bell, su hija, la foto y el tiempo

Una niña chateaba esta mañana en mi casa, con sus amigas. Yo estaba sentada a su lado y ejercía una absurda vigilancia maternal sobre lo que ella hacía, intentando no invadir su privacidad al mismo tiempo.
De pronto, lo inesperado, una foto de mi amiga L, que vive en City Bell, pero de hace treinta años atrás, aparece en la pantalla. Doy un respingo y no puedo evitar preguntarle a la niña que chatea a mi lado si está chateando con E. Porque a la velocidad del mismo chat, mi cerebro ha logrado asociar algunas cuestiones que demuestran que el tiempo y el espacio son, apenas, ilusiones humanas. Ya que E. es la hija pequeña de mi amiga L, y la niña que chatea en mi casa es amiga de E.
Y aunque yo sepa todo esto, nadie puede demostrarme que no sea cierto que todo esto no puede ser casual sino que L., la de entonces, la de la escuelita y los juegos de la infancia, la del largo pelo rubio y los ojazos verdes, esa y no la hermosa y combativa adolescente en la que se convirtió o la mujer actual, anda dando vueltas por mi casa, metiéndose en este lío de presentes y pasados y recuerdos.
Hago un ridículo intento de encontrar una foto del ayer para demostrarle a la niña que no estoy loca, pero no la hallo, aunque es como si la estuviera viendo. En blanco y negro y dos niñas, vestidas de fiesta, en los años setenta, posan para la cámara de mi padre en un jardín. Una ya se vislumbra alta, rubia, con el pelo suelto, la sonrisa coqueta y el vestido floreado que le llega al tobillo. La otra, que en la foto tiene casi la misma estatura y hoy es mucho más baja, también sonríe y se complace con su vestido largo con volados, lleva su ingobernable pelo oscuro peinado muy tirante y recogido en una cola.
Y las fotos y las imágenes viajan, a la velocidad de la luz o del cariño fundado en los misterios infantiles, a través del tiempo y el espacio.

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