Es un esquema clásico de la novela de suspenso: un personaje que contrata, en 2007, los servicios del detective Mario Conde a fin de descubrir enigma representado en un objeto muy valioso. Nada menos que un Rembrandt original traído de Europa por una familia judía que huye del nazismo hacia Cuba a fines de los 30, desaparecido de la isla misteriosamente y que acaba de salir a subasta en una galería inglesa.
Desde ese presente situado en 2007, la trama avanza y retrocede en el tiempo en varios saltos que se van relacionando por medio de la pintura, el judaísmo y sus diversas herejías; los exilios y sufrimientos que la intolerancia acarrea y la riesgosa búsqueda de la libertad. Viajaremos con los Kaminsky y sus antepasados desde la actualidad, a los años 40; iremos a la Cuba pre y post revolución, a la Polonia del Siglo XVII y la Nueva Jerusalén (Amsterdam), en los años en los que el Maestro Rembrandt deslumbra a sus contemporáneos con un arte que a él no lo salvó de la ruina ni de la pena, pero que hoy se vende por millones de dólares.



Objeto de negociaciones entre diversos funcionarios y diplomáticos corruptos en la isla, en EEUU y en la misma Alemania nazi, la nave pasó varios días fondeado frente al puerto de La Habana en espera de que se permitiera el desembarco de los refugiados, observado con ansiedad y enormes expectativas por los familiares que los esperan en la Cuba pre revolucionaria. Y los visitan con sus pequeños botes cargados de una desesperada esperanza. Entre ellos, el pequeño Daniel Kaminsky y su tío José (rebautizado en la isla Pepe Cartera), que aguardan en el muelle a que desciendan los padres y la hermana de Daniel. Su esperanza se basa en el conocimiento secreto del tesoro salvador, pasaporte a la vida por medio del soborno a funcionarios: el pequeño retrato atribuido a Rembrandt que pertenecía a los Kaminsky desde el siglo XVII. La leyenda familiar atribuía su origen a un legado de un extraño judío seferadí que, un poco antes de las tremendas matanzas en Polonia, llegó allí desde Holanda transportando varios lienzos entre los cuales portaba el retrato de un Cristo con cara de judío. ¿O la prueba de un pecado: un judío que se atrevía a representar figuras humanas? O algo quizá peor.
Pero el fin trágico de los judíos del Saint Louis es conocido: el plan de los Kaminsky, como el de casi la totalidad e los refugiados, fracasó y el barco regresó a Alemania, llevándose consigo toda esperanza de reencuentro y futuro. Casi todos los judíos del viaje volvieron a los lugares de los que habían partido y si bien Holanda recibió a algunas familias, el destino terminó por encontrarlas y casi ninguno sobrevivió a los campos de exterminio alemanes.

y el arte, tal vez porque ahí la lealtad todavía resiste a los avances de la corrupción, la traición y el desencanto.
La recomendación de lectura se la debo a Daniel H, quien parece habitar, como yo misma, el mundo de los herejes, siempre en los bordes de todos los territorios demasiado cerrados: protegidos, seguros, pero asfixiantes. Quizá el tema de la novela, junto al cuadro y las herejías (separar, elegir, decidir, interrogarse acerca de la verdad), sea la búsqueda de la libertad y el precio que se paga por eso. En ese camino se puede perder a la familia, o la patria, o el dogma, el sistema de creencias, el calor de un hogar que puede someternos, pero nos preserva del miedo que supone vivir con nuestras propias decisiones y reglas.Padura, Leonardo, Herejes, Tusquets, España, 2013. 520 pág.
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