lunes, 18 de agosto de 2008

"Jamás entenderé la música, jamás la amaré"

[...] pero sufro por no amar la música, porque me parece que mi espíritu sufre por la privación de este amor. Pero no hay nada que hacer; jamás entenderé la música, jamás la amaré."
Escribe N. Guinzburg en su cuento "El y yo", de 1962.
Y aunque no me guste, aunque lo rechazo, lo cierto es que me siento identificada. Aún cuando esta tarde me he quedado sola en la casa y he estado escribiendo y escuchando a María Callas y a Norah Jones. Aún cuando piense, con nostalgia y estupor, en mi padre y en su preciosa colección de discos de jazz (con sus tapas psicodélicas) que admiraban nuestros amigos en la adolescencia, de Piazzola y de Jimy Hendrix, su pasión edípica por los músicos que interpretaba su madre al piano, como Beethoven o Shuman.
Envidiaba el oído de mi hermana, plasmado en coreografías y en sus estudios de flauta.
Tal vez quería que mi padre me amara más porque entendía la música, pero ni la entendía ni lograba amarla como él la amaba. No fue posible, entonces, que compartiendo ese amor, lograra estar más cerca suyo. Recuerdo su exitación cuando una vez nos llevó a escuchar a Bruno Gelber y tuve que hacer esfuerzos por no dormirme en el teatro. (Quizá por entonces empecé a entender el valor estratégico de la hipocresía en las relaciones amorosas.)
Gozaba con las canciones del romancero español que aprendía en la escuela y me gusta cantarlas todavía hoy. Recuerdo letras enteras de largos romances como el de La Condesita o el de Don Bueso (o Hueso, o Boiso, según las versiones), pero no puedo afinar ni la más simple melodía. En cambio, imagino pinturas, películas y gobelinos cuando recuerdo el verso: "Hayola lavando en la fuente fría, ¡quita de ahí, mora, hija de judía!"
Demasiado temprano mi hijo lo descubrió y nuestro placer compartido de cantarle por las noches, pasó a ser sólo mío.
Me esforcé por ampliar mi conocimiento y me enamoré de múscios de rock reales e imaginarios. Algunos tangos me hacen llorar, lo mismo que algunas letras de Yupanqui y algunos boleros, pero es algo íntimo y privado y no me atrevo a confesar mi tristeza cuando me cuesta distinguir, en una orquesta, los violines de los chelos y los contrabajos.
Crecí rodeada de música, y de músicos. Compositores e intérpretes, aficionados y profesionales.
A. siempre está escuchando algo hermoso, que no conozco. Pregunto qué es y lo olvido tan rápido que me doy pena. Se quedan los dos, padre e hijo, en su mundo de rap, de rock, de pop, y yo, sola, tan lejos.
A la noche, a veces, me da por bailar con mi hijo. Ponemos música que nos gusta a ambos, a todo volumen, y bailamos como posesos. Terminamos felices y agotados como si hubiéramos corrido una carrera. Pero no sabría explicar por qué, ni compartirlo con nadie.
Intenté aprender muchas formas de danzar, y no fueron malos mis maestros y maestras. Siempre la falla fue mía.
Mi hermana y mis amigas bailan. Son profesionales, y lo hacen muy bien, incluso en una fiesta de cumpleaños o un casamiento. Yo, sobre todo, soy voluntariosa.
Cuando éramos chicos, mi madre nos cantaba, para dormirnos, la canción de la indiecita Anahí, y entonces yo creía que moriría de pena. Pero en lugar de la melodía, retuve las palabras, que herían mi alma como si yo misma me desgarrara con las "las arpas dolientes hoy lloran arpegios que son para ti recuerdan a caso tu inmensa bravura reina guaraní, Anahí, indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.Anahí, Anahí,tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí."

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que bello todo lo que escribes
te felicito por tu blog
un saludo

Palabrascromáticas (Cintia Rogovsky) dijo...

Muchas gracias.