Me siento en el muellecito, el río marrón corre debajo de mis pies, de pronto tengo veinte, diez, cinco años. Estamos esperando que se desocupe alguna canoa, unas aves cruzan volando hacia la isla, veo el puente de los suicidas, un viento que parece de chiste me hace cosquillas en la cara, sólo me importan dos cosas: que la canoa no se desocupe antes de que pueda terminar de contar para mí cuántas veces lo vi al chico del balneario, y que el anillito de plástico que me dio, que salió del paquete de una golosina, no se me pierda nunca.
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