domingo, 8 de mayo de 2011

Enumeración de amores

La gente se enamora por las razones más estúpidas que se nos puedan ocurrir. O más bien estas surgen cuando alguien intenta explicar el ahogo, el agite, la excitación, la atracción irresistible que otro le provoca.Y hablo de amores triviales, fugaces, o eternos, lo mismo da.
Hay enamoramientos tan pequeños que podrían carecer de importancia y desvanecerse en el recuerdo apenas ocurridos, de no ser rescatados por una palabra que llega cuando sentimos que la sangre bulle por nuestro cuerpo como si fuéramos tan jóvenes y capaces de asombrarnos como Alicia en el país de las maravillas. Y sentimos que "hay fiesta en el prado verde, -pífano y tambor-."
Una enumeración tan caprichosa como cualquier otra dice que:
Me he enamorado de un par de dedos regordetes que portaban anillos de plata enormes y sacudían una cajetilla de cigarrillos 43/70 que pertenecían a una profesora que hablaba de Platón, Santo Tomás y Heidegger.
Me enamoré de un culo musculoso que pasó fugaz a mi lado en una playa muy concurrida, alejándose dentro de una malla blanca, rumbo a otra playa.
Me enamoré una tarde de un profesor al que no le gustan las mujeres, que cebaba mates fríos y pronunciaba, como si hubiera nacido para el alemán, el nombre de un escritor austríaco.
De un batero que sacudía los palillos como si fuera el joven manos de tijera, calentando mi sangre adolescente, mientras el Flaco Spinetta y el resto de los músicos desangraba en el escenario rock n roll.
Del conde Vronsky, me enamoré para siempre de todo, de cada detalle, de él por completo y en cada una de sus partes.
Y de Herzog. Del Léxico familiar de Natalia Guinzburg, y  de la misma Natalia y, por extensión, de su hijo, de su marido muerto y de cada palabra que ella escribió.
De Dolores Solá con Acho Estol y viceversa.Y de Rita Lee. Y de George y Paul en la tapa de "Help" que sonaba en el tocadiscos, mientras bailábamos como posesas con mi hermana, en anocheceres de la calle 3.
De Yuri Gagarin, perdido en el espacio y de Ronnie Peterson, siempre ardiendo como un cometa en el autódromo de Monza.
De Alejandro Magno, conduciendo a la utopía, la gloria, la muerte y el más allá a un ejército de viejos, de jóvenes y de niños.
Y de ese viejo amigo que finge no habernos olvidado y nos alegra una jornada aburrida con mensajes procaces y comparaciones enaltecedoras que cualquier mujer tiene derecho a escuchar cuando cae la tarde.
Y de Vasili Zaitsev, concentrado como un cazador en la mira de su fusil, vengando a los asesinos de los niños y camaradas de Stalingrado.
De la Primavera de Botticelli, que sigue abriendo para mí cada vez las puertas de diversos paraísos.
De la heroica defensa de Gerónimo Costa y sus hombres frente a la flota más poderosa del planeta, y de su destino trágico de héroe olvidado.
Y por supuesto, de Marlon Brando, con esa remera blanca que intenta ponerle límites a su deseo desbordante que se escapa en unos labios que a nadie pueden pasar inadvertidos.

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