El lenguaje ha naturalizado que el nacimiento y la muerte suceden en un instante en el que quedan detenidos como en una instantánea. Ambos son irreversibles. Y ya está.
Sin embargo cualquiera sabe, cualquiera que haya atravesado un duelo de los más íntimos, de los que nos configuran, de esos que atañen a la pérdida de padres o hijos, que los muertos no se mueren en un instante. Una vez se recibe el golpe fatal, una vez se realiza el ritual, una vez se vela, se entierra, se ora. Pero ahí la cosa recién empieza. Entramos en un mundo nuevo, al que sólo pertenecen los huérfanos, por ejemplo. Y nos distinguimos unos a otros como si lleváramos una marca. Entre nosotros nos comprendemos, o al menos nos hacemos la ilusión. Los otros, cuando sufren una muerte, pensamos, ni siquiera saben lo que les espera.
Todo nuestro futuro se abre ante nuestros ojos signado por la ausencia de quien no lo verá, no sabrá, no estará allí para opinar, molestar, compartir, acompañar. No sabrá de los primeros pasos de nuestro hijo. No verá crecer su linaje, encarnado en varios niños y niñas que desmienten el instante de la muerte porque, precisamente...

Y nuestros muertos queridos vuelven a morir y es imposible retenerlos.
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