Allí, recostada, mirando sin mirar hacia la pecera en donde las dos enfermeras -la vieja, notoriamante pintada y gorda, la joven, flaca como un jilguero y a cara lavada-mateaban y preparaban medicamentos, me acometió la sensación que eso podría ser el preludio de una muerte. La mía propia. (me resultó curioso que no intentara hacer un balance de mi vida o que entrara en un estado de angustiosa desesperación). Mis ojos se quedaron fijos en la cortina de plástico a mi derecha, sucia y de mala calidad, y luego se dejaron caer sobre una balanza. Arriba mío, los soportes para los sueros parecían garras de animales y pensé que ese no era un lugar muy lindo para terminar. Recordé que mi hijo estaba con su padre, y eso era bueno, y que ojalá que si me tocaba morir ahí nunca viera mi cuerpo en ese lugar, para que no se le quedara fijada esa imagen, mi cuerpo inmóvil en un lugar tan horrible. A mi lado, escuchaba la conversación de otra enferma con su médico, pero sólo podía ver sus pies. Debía ser muy gorda, porque el médico le aconsejaba que bajara de peso. Ella decía que le resultaría muy difícil. Yo pensaba que yo tampoco podría dejar de fumar -si no moría esa tarde lluviosa-.
Respiré hondo varias veces. Las piernas me temblaban un poco pero no sentía miedo. A mi izquierda había una puerta por la que había salido el médico que me atendía. Pensé que si mi corazón empezaba a galopar frenéticamente otra vez y tenía un paro, ellos estarían cerca para reanimarme.
Pensé en Lili, que me esperaba afuera. Las cosas se demoraban. Pensé en A, en si vendría a buscarme con mi hijo o solo, y en si tendría temor o su serenidad habitual. Todos me decían que estaba muy pálida.
A la noche leí sobre la crisis cardíaca de Allison, en la novela de Mc Cullers. Las casualidades me parecieron algo excesivas. Leí de su resignación y su miedo, de su tristeza al saber de la sospecha de todos, particularmente de su marido, sobre las verdaderas causas de su enfermedad. Ella había perdido a su niña y desde entonces, estaba enferma. El creía que era hipocondríaca y aporvechaba su situación para no cumplir con sus obligaciones maritales.
Mientras me hacían el electro traté de no pensar en nada. Le dije a la enfermera que me temblaban las piernas y que tenía muchas ganas de dormirme. Me contestó con brusquedad: yo no sé nada, ahora la va a revisar el doctor. Todos sus otros pacientes en la sala eran viejos o viejas y parecían moribundos, DE VERDAD. Yo tenía mis lindos zapatos de lona verde mojados, mis anillos de plata y mi perfume floral: no me creía una enferma. No le importaba mi pena.
Eso me tranquilizó. No me gusta que me tengan lástima.
Le aseguré al médico que no me había sucedido ese día nada en particular que justificara la crisis.-ni siquiera intenté explicarle nada de lo que había hablado con Elvira, ni lo que leo en los diarios, ni las noches en que me acuesto pensando en que la vida es una carrera guiada por un demente a veces y en que mi hijo o A no entienden porque muchas veces dejo el cuerpo en un sitio y mi alma se dedica a vagar por mundos en los que podríamos haber sido cuatro-. Le expliqué, en cambio, que no estaba tomando la medicación para el corazón, que yo también, como Allison -desde ya que no mencioné a Allison, la explicación me hubiera suscitado demasiado esfuerzo-, había perdido a mi niña (todos me decían que sería una niña), que me habían operado, que me habían medicado de una y otra forma, que hacía tres semanas que me pinchaban, me hacían orinar en frascos de distintos tamaños y a distintas horas, me realizaban ecografías e interrogatorios, que eso me hacía sentir humillada, enojada, que no me permitían olvidar, que me tenían cansada. Y todo para no decirme nada que antes no supiera, señora, qué se la va hacer, son cosas de la vida.
Sentí muchas ganas de llorar al salir de ahí y tengo la sensación que pronto estaré de vuelta. Por supuesto, no dije nada de esto a nadie, hice chistes, caminé erguida, agradecí la ayuda y la compañía y traté de olvidar el incidente rápidamente. Cada cual tiene sus penas, después de todo.
caprichos de palabras y colores para navegantes... "La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas". (G. Flaubert). Mis libros de narrativa publicados: la novela Último verano en Stalingrado (Grupo Editorial Sur, 2014); Alma rusa (Edulp, 2020, crónicas) y Yegua (Cuero, 2021, cuentos)
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viernes, 26 de octubre de 2007
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