
Lo que realmente me gustaría, dice, es que el cigarrillo no trajera cáncer ni rechazo social, que pudiéramos fumar un pucho juntos, después de una buena charla, o de un buen polvo, o de una buena aventura en la playa, o en la plaza, en un parque, después de trepar un morro, o un médano, o tal vez al cruzar un río pedregoso, o nadar unos segundos en un lago helado.
Sentarnos en la orilla, mirar el horizonte (que podría ser el puro océano, o la montaña, o hasta una medianera cubierta de enamoradas del muro o de parra virgen).
Sentarnos en un banco de la plaza y ver cómo juegan los nenes.
Nada, que escuches el latido de mi corazón, dice.
Pero él meta hablar de él.
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