martes, 22 de noviembre de 2011

Ellos dos, los hijos y los fantasmas

Eran una de esas parejas que en otra época se hubiera considerado, tal vez, rara.
A él le gustaban los varones y a ella, bueno, creo que ella no le interesaba mucho el sexo, ni el propio, ni el ajeno, era más bien indiferente al universo erótico, o, según algunos decían, sólo le calentaba "ocupar un lugar en la sociedad" fuera lo que fuera lo que aquello significaba. Ella era claramente fálica: ganaba bastante dinero, manejaba la camioneta familiar y competía con sus compañeros de trabajo por los ascensos haciendo gala de una importante sangre fría. Los dos tenían gustos burgueses hogareños. Cuando no trabajaban, les gustaba quedarse en casa mirando películas, comiendo pizza con cerveza y helado, tirados en el sillón del living. A veces esas veladas terminaban con un encuentro sexual que, sin ser el paraíso, tampoco era desagradable. Así habían nacido los chicos. Ambos querían tener descendencia.
(Nunca hablaban de estas cuestiones, ni entre ellos, ni con otras personas. Hay diques que es mejor mantener cerrados.)

Vilhelm Hammershoi

A él le gustaban mucho los niños, hubiera querido ser maestro o entrenador de algún deporte. Se divertía jugando con los sobrinos, los hijos de los amigos y los vecinos. Y los chicos se divertían con él.
A ella no le disgustaban, aunque prefería a los niños ya crecidos, que controlaban esfínteres, hablaban y se bañaban solos. Era un tanto reacia a las actividades domésticas y a las demandas de los bebés vinculadas a la alimentación y la excreción. A él no le molestaba ocuparse de esos quehaceres. Pasaba mucho más tiempo que ella en la casa aunque a veces emprendía sus “aventuras”. Una travesía en moto o en bicicleta, un viajecito en velero, que lo mantenían unos días lejos de casa. Ella contrataba entonces full time a una empleada que además de la limpieza, se ocupaba de los chicos.
Un día el pacto se quebró.
Nadie dijo nada.
El no volvió.
Fue justo para la época en que a ella la ascendieron. Algunas noches regresaba a casa tan tarde y se iba tan temprano a la mañana siguiente que los chicos ni siquiera sabían si había pasado la noche allí.
Las preguntas de los niños no recibían respuestas creíbles de los adultos dispuestos a hablar (la empleada de limpieza, la tía de ella, la vecina del piso de abajo) y su mundo se pobló de fantasmas.
La infancia siempre se termina de un modo o de otro.




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