Venía caminando como cuando estoy sacada, rápido, refunfuñando. Todo me estaba saliendo muy pero muy mal ese día y el calor me calentaba directo el cerebro como si no tuviera cráneo. Entonces la vi, vi como fingía no verme, o eso creí, porque ella después lo negó y yo decidí creerle, como un acto de fe. Le dije de todo. De todo es eso, de todo. Le largué el dolor y la bronca y la impotencia acumulada por dos largos años. Ella sigue la estrategia demoledora del que calla y permanece quieto y lejano, la peor de las indiferencias. Te abate, te niega, te ignora. Pero no es sólo eso, que es su manera de decirte NO ME IMPORTA NADA DE LO QUE TE PASE. Es peor porque hace lo mismo con mi hijo y con A. Y el dolor de mi hijo es mi dolor, aunque esa parte ella no creo que realmente la entienda.
Para ella mi hijo es muchas cosas diferentes, pero no es una persona ni es el hijo de sus padres. Es un sustituto a su deseo de ser madre, es un juguete, un objeto, un cuenco vacío que hay que llenar.
Me dijo que ella no se hacía cargo para nada. Que ella no tenía nada que ver. Que A le había prohibido ver a nuestro hijo. Tonterías así. Como si fuera una niña pequeña sin voluntad, que ni elige, ni decide, ni actúa, ni piensa. Aunque pensar si piensa. Piensa mucho. Está hecha de puro pensar y fantasear, como si sus actos y sus palabras, sus silencios y sus insultos no tuvieran que ver con ella sino que fueran producto de su pensamiento. YO NO ME HAGO CARGO, afirma, y pone sus manos por delante del cuerpo, marcando la distancia. Le dije que los adultos éramos responsables de nuestros actos. Que no había manera de eludir esa responsabilidad. Que podía admitir que ella pensara que era justa, que hacía lo correcto, que nosotros éramos crueles y malvados, yo mentirosa, A un títere manipulado y manipulable. Pero no esa tontería, esa perversión de hacerse la niña pequeña que no tiene nada que ver con el asunto.
Le dije muchas otras cosas y ella y también dijo algunas. Dijo que tenía ganas de insultarme y yo la invité a hacerlo, le sugerí que se descargara, que sería bueno para ella, pero no pudo. Le dije que entendía muchas cosas porque su padre era espantosamente indiferente y reaccionó como si la hubiera pinchado con una aguja de tejer en una víscera muy sensible. Me dijo: no te permito que hables así de mi padre. Le contesté que no necesitaba su permiso. Que un hombre que durante nueve años ni siquiera ha llamado a su nieto por teléfono es, por lo menos, alguien espantosamente indiferente. No lo soportó. Decirle eso era como decirle es hora de que crezcas, que dejes de jugar a que sos una niña pequeña y débil que espera que su padre venga y la rescate de su angustia. Decirle que no puede jugar a la mamá si quiere ser una mamá en la realidad, en ese mundo en el cual hay otros que hacen lo que quieren, o lo que pueden, que no podemos controlarlos, que no hacen lo que nosotros queremos, que nos pelean y nos causan dolor, pero también pueden ser, si dejamos que se abra la puerta, eso, otros, distintos a nosotros, perturbadores, maravillosos, desafiantes, ingratos, generosos, alegres, tesoros en nuestros corazones…
Quiere pasar esta prueba dentro de un cofre. Estar tranquila, me dice. Para armar su familia tiene que destruir la anterior, quemar naves con un fuego que nunca se extinguirá, pero ella fantasea que sí.
Me fui calmando.
La vi tan sola, tan apagada, tan instalada en una niñez perpetua, atroz, una niñez vieja. Supe que no me comprendía ni puede comprenderme. Que si uno le pide eso, que es pedir amor, que es pedir y dar, ella se asusta y huye.
Ya no estoy enojada. Ya no. Y sé que ella no está enojada conmigo, aunque le ponga ese nombre. Vivir, para ella, es una tarea excesiva, por encima de sus fuerzas y de su voluntad. Entonces, refugiada en un mundo infantil y perverso, se preserva para el día en que, mágicamente, alguien la haga mujer. Pero eso difícilmente ocurra, porque ella no tiene nada que ver con eso.
Para ella mi hijo es muchas cosas diferentes, pero no es una persona ni es el hijo de sus padres. Es un sustituto a su deseo de ser madre, es un juguete, un objeto, un cuenco vacío que hay que llenar.
Me dijo que ella no se hacía cargo para nada. Que ella no tenía nada que ver. Que A le había prohibido ver a nuestro hijo. Tonterías así. Como si fuera una niña pequeña sin voluntad, que ni elige, ni decide, ni actúa, ni piensa. Aunque pensar si piensa. Piensa mucho. Está hecha de puro pensar y fantasear, como si sus actos y sus palabras, sus silencios y sus insultos no tuvieran que ver con ella sino que fueran producto de su pensamiento. YO NO ME HAGO CARGO, afirma, y pone sus manos por delante del cuerpo, marcando la distancia. Le dije que los adultos éramos responsables de nuestros actos. Que no había manera de eludir esa responsabilidad. Que podía admitir que ella pensara que era justa, que hacía lo correcto, que nosotros éramos crueles y malvados, yo mentirosa, A un títere manipulado y manipulable. Pero no esa tontería, esa perversión de hacerse la niña pequeña que no tiene nada que ver con el asunto.
Le dije muchas otras cosas y ella y también dijo algunas. Dijo que tenía ganas de insultarme y yo la invité a hacerlo, le sugerí que se descargara, que sería bueno para ella, pero no pudo. Le dije que entendía muchas cosas porque su padre era espantosamente indiferente y reaccionó como si la hubiera pinchado con una aguja de tejer en una víscera muy sensible. Me dijo: no te permito que hables así de mi padre. Le contesté que no necesitaba su permiso. Que un hombre que durante nueve años ni siquiera ha llamado a su nieto por teléfono es, por lo menos, alguien espantosamente indiferente. No lo soportó. Decirle eso era como decirle es hora de que crezcas, que dejes de jugar a que sos una niña pequeña y débil que espera que su padre venga y la rescate de su angustia. Decirle que no puede jugar a la mamá si quiere ser una mamá en la realidad, en ese mundo en el cual hay otros que hacen lo que quieren, o lo que pueden, que no podemos controlarlos, que no hacen lo que nosotros queremos, que nos pelean y nos causan dolor, pero también pueden ser, si dejamos que se abra la puerta, eso, otros, distintos a nosotros, perturbadores, maravillosos, desafiantes, ingratos, generosos, alegres, tesoros en nuestros corazones…
Quiere pasar esta prueba dentro de un cofre. Estar tranquila, me dice. Para armar su familia tiene que destruir la anterior, quemar naves con un fuego que nunca se extinguirá, pero ella fantasea que sí.
Me fui calmando.
La vi tan sola, tan apagada, tan instalada en una niñez perpetua, atroz, una niñez vieja. Supe que no me comprendía ni puede comprenderme. Que si uno le pide eso, que es pedir amor, que es pedir y dar, ella se asusta y huye.
Ya no estoy enojada. Ya no. Y sé que ella no está enojada conmigo, aunque le ponga ese nombre. Vivir, para ella, es una tarea excesiva, por encima de sus fuerzas y de su voluntad. Entonces, refugiada en un mundo infantil y perverso, se preserva para el día en que, mágicamente, alguien la haga mujer. Pero eso difícilmente ocurra, porque ella no tiene nada que ver con eso.
1 comentario:
Terrible! La indiferencia es lo peor, mejor la bronca, los gritos. Me parece que este post se relaciona con otro anterior, es un conflicto que sigue.
Es cierto, no necesitamos el permiso del otro para cantar las cuarenta, porque aunque digamos algo duro, tiene la fuerza de lo que nos importa y con quien estamos implicados. Su indiferencia no debe ser más que una estrategia, una pobreza.
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