Yo podría decir que la primera vez ella quería, indudablemente, seducirlo, pero no asustarlo. Entonces se limitó a probarlo, a insinuarle, a proponerle. Porque él, que podría haberle dado cátedra según ella creía, era un tímido. Era uno de esos hombres que no se sabían sedientos, que se creen satisfechos hasta que se descubren. Era un hombre que no se había descubierto. Estrictamente. No había experimentado el éxtasis de sacarse las cubiertas, los controles. Hacía lo que es debido como es debido. No lo que deseaba, porque no sabía lo que deseaba. No había tenido la oportunidad, no había creado la ocasión, de expresarse enteramente con una mujer.
Ella descubrió desde la primera vez (aunque esa vez fue apenas una intuición, una sospecha que no sabía si tenía otro futuro que el mero sospechar) que podría ejercer el atávico poder de las mujeres en el único campo de batalla donde somos indiscutiblemente soberanas. En las lides del amor, en el país del erotismo. Y lo mejor de esa soberanía consistiría luego en la ocasión de alternarla.
Una vez despertado el misterio del deseo, una vez que él se entregara al juego, ella podría tal vez ser sometida al poder de él.
En la cama con él experimentó una variada gama de sensaciones. Desde el poder al aburrimiento, la alegría, la curiosidad, la aventura, la exploración, el cansancio, la frustración, la decepción, el envanecimiento, la sumisión, la complacencia, el placer. Y desgraciadamente, el amor.
Los hombres creen a veces que el mejor amante es el más amado en el corazón de una mujer. Y aciertan, pero se equivocan.
Porque ellos dirían el mejor amante de aquel que es más diestro, por decir, más hábil, como una suerte de técnico en las artes amatorias.
Brutalmente creen que es el que más placer físico le da a una mujer, el “que la tiene más grande”, el que la bendice con más orgasmos, el que lo hace varias veces seguidas, el que conoce sus secretos.
Se equivocan.
Ella ha tenido la dicha de tener buenos amantes. Habilidosos, generosos, hedonistas pero avisados de los misterios del placer femenino. En un punto, todos los hombres son el mismo hombre y todos tienen, en mayor o menor medida, la misma ignorancia y hay que enseñarles casi todo. Son, esencialmente, como animales en celo. Se les puede dar fácilmente placer pero es bastante más difícil recibirlo de ellos.
A él le preocupaba que ella hubiera sabido gozar con otros. A ella le sorprendía (cuando le creía) que él hubiese gozado tan poco de sí mismo con otras. El , que tenía como la vocación de desmerecerse por aquellas cuestiones que no importan y la necedad de no quitarse puntos por aquellas que realmente deberían dar vergüenza, se castigaba por no ser para ella el primero en nada de las cosas que vulgarmente se clasifican en el sexo.
¿Cómo explicarle que no era el qué sino el cómo? Y que el cómo no era exactamente el cómo material, no era enumeración de posturas o cavidades, sino más bien de emociones, de sensaciones del alma?
Mirarlo así, a los ojos, en los ojos, desde los ojos, a través de los ojos, era algo nuevo para ella, algo de otra categoría, algo atrevido, las primeras veces, el fin de una barrera mucho más difícil que hacerlo por atrás o por adelante, que lamer o que chupar o dejarse hacer cualquiera de esas cosas. Los ojos son de verdad el espejo del alma. No es que le hubiera sido sencillo, pero le había resultado siempre a ella mucho más fácil desnudar el cuerpo que desnudar el alma en el momento del cuerpo. Mirarlo así, intensamente, sostenidamente. No espiarlo, no una imagen fugaz. Mirarlo, decidir mirarlo, recibir su mirada, hablarse sin palabras, reírse con los ojos, ponerle levedad a lo solemne, sonreírse en el clímax, confiarse, exponerse. Entregarse, de verdad.
Muchas veces placer en el sexo. Pocas veces amor en el sexo. Había vivido amor antes del sexo, amor después del sexo. Ocasionalmente amor durante el sexo.
El fue en el sexo para ella el amor.
El temía mucho el placer de ella con otro. Como si se hubieran invertido lo femenino y lo masculino, ella se acostumbró a que él tuviera sexo con otra sin torturarse tanto.
Ella , que sabe que es mucho más probable encontrar el placer que el amor, desearía poder amar como lo amó a él, en el placer de la cama, a otro.
Ella descubrió desde la primera vez (aunque esa vez fue apenas una intuición, una sospecha que no sabía si tenía otro futuro que el mero sospechar) que podría ejercer el atávico poder de las mujeres en el único campo de batalla donde somos indiscutiblemente soberanas. En las lides del amor, en el país del erotismo. Y lo mejor de esa soberanía consistiría luego en la ocasión de alternarla.
Una vez despertado el misterio del deseo, una vez que él se entregara al juego, ella podría tal vez ser sometida al poder de él.
En la cama con él experimentó una variada gama de sensaciones. Desde el poder al aburrimiento, la alegría, la curiosidad, la aventura, la exploración, el cansancio, la frustración, la decepción, el envanecimiento, la sumisión, la complacencia, el placer. Y desgraciadamente, el amor.
Los hombres creen a veces que el mejor amante es el más amado en el corazón de una mujer. Y aciertan, pero se equivocan.
Porque ellos dirían el mejor amante de aquel que es más diestro, por decir, más hábil, como una suerte de técnico en las artes amatorias.
Brutalmente creen que es el que más placer físico le da a una mujer, el “que la tiene más grande”, el que la bendice con más orgasmos, el que lo hace varias veces seguidas, el que conoce sus secretos.
Se equivocan.
Ella ha tenido la dicha de tener buenos amantes. Habilidosos, generosos, hedonistas pero avisados de los misterios del placer femenino. En un punto, todos los hombres son el mismo hombre y todos tienen, en mayor o menor medida, la misma ignorancia y hay que enseñarles casi todo. Son, esencialmente, como animales en celo. Se les puede dar fácilmente placer pero es bastante más difícil recibirlo de ellos.
A él le preocupaba que ella hubiera sabido gozar con otros. A ella le sorprendía (cuando le creía) que él hubiese gozado tan poco de sí mismo con otras. El , que tenía como la vocación de desmerecerse por aquellas cuestiones que no importan y la necedad de no quitarse puntos por aquellas que realmente deberían dar vergüenza, se castigaba por no ser para ella el primero en nada de las cosas que vulgarmente se clasifican en el sexo.
¿Cómo explicarle que no era el qué sino el cómo? Y que el cómo no era exactamente el cómo material, no era enumeración de posturas o cavidades, sino más bien de emociones, de sensaciones del alma?
Mirarlo así, a los ojos, en los ojos, desde los ojos, a través de los ojos, era algo nuevo para ella, algo de otra categoría, algo atrevido, las primeras veces, el fin de una barrera mucho más difícil que hacerlo por atrás o por adelante, que lamer o que chupar o dejarse hacer cualquiera de esas cosas. Los ojos son de verdad el espejo del alma. No es que le hubiera sido sencillo, pero le había resultado siempre a ella mucho más fácil desnudar el cuerpo que desnudar el alma en el momento del cuerpo. Mirarlo así, intensamente, sostenidamente. No espiarlo, no una imagen fugaz. Mirarlo, decidir mirarlo, recibir su mirada, hablarse sin palabras, reírse con los ojos, ponerle levedad a lo solemne, sonreírse en el clímax, confiarse, exponerse. Entregarse, de verdad.
Muchas veces placer en el sexo. Pocas veces amor en el sexo. Había vivido amor antes del sexo, amor después del sexo. Ocasionalmente amor durante el sexo.
El fue en el sexo para ella el amor.
El temía mucho el placer de ella con otro. Como si se hubieran invertido lo femenino y lo masculino, ella se acostumbró a que él tuviera sexo con otra sin torturarse tanto.
Ella , que sabe que es mucho más probable encontrar el placer que el amor, desearía poder amar como lo amó a él, en el placer de la cama, a otro.
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