domingo, 29 de octubre de 2017

Deseo y seducción

 "El deseo es inconcebible sin una herida. 
Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo". 
(John Berger, Esa belleza)

Podría escribir un mini road movie, que no sería exactamente un road movie, pero tendría algo de esa velocidad, de ese tiempo fuera del tiempo que constituye la materia de los viajes por carreteras y del deseo cuando este encuentra cauce. Como el dique que desborda, como el paroxismo de lo que nace como un pequeño gesto.
En los road movie y las historias de los poetas beatnik en dos días puede suceder una vida. Todo puede ser vertiginoso e intenso: dos ladrones que huyen de la ley, adolescentes en fuga hacia la muerte o hacia el futuro; un hombre que está a punto de pasar de largo y algo accidental lo detiene para que conozca a esa mujer con la que emprenderá una pequeña aventura.
Las pequeñas aventuras pueden convertirse en epopeyas, o simplemente en encuentros casuales en la carretera, nadie lo sabe, salvo los guionistas.
Y los guionistas son seres tan mitológicos como los que habitan cualquier otro panteón.
La gente puede dejarse tentar por la vanidad, o la ansiedad, la inseguridad, o por toda esa increíble gama de sentimientos que caben en los corazones humanos: incluso esos que todavía no tienen nombre porque nadie aún los ha sentido. Al tentarse, confunde ficción con realidad, se encuentra donde no está, se pierde en su propio hogar.
Se queda pegado en su propia trampa, telaraña auto tejida para protegernos de aquello que quema como el fuego pero también calma como un oasis inesperado en un desierto marciano.
Nos gana el miedo.
A veces somos incapaces de apreciar esas palabras que, mezcladas entre otras muchas, son como flechas que Artemisa (concedo que a vece es el pequeño diablito que acompaña a Venus, quién sabe) ha disparado exclusivamente para captar nuestra atención.
Fui al cine. A ver la de Sofia Coppola, El seductor. Debería de servirles de advertencia a esos magos de la conquista que no perdonan a ninguna presa.
El tratamiento que hace del deseo es extraordinario.
Pero es un deseo condenado por un exceso de racionalidad, de pragmatismo o especulación que mata cualquier amor antes de que empiece incluso a germinar.


Y aún así:
la mano que lava al herido.
(Tu mano que calma mi herida).
La luz mortecina de los rojos atardeceres sureños.
El canto de los pájaros cuando el mundo no conocía muchos más sonidos que los de la naturaleza.
Y esas mujeres que desesperan por un poco de placer, un simulacro de amor, o un amor que realmente las haga sucumbir.
Pero.
Llueve, siempre llueve en Ringuelet.
Las tormentas me asustan.
Algunos silencios pintan sombras que solo quisiera disipar.
Con canciones alegres, con melodías sencillas que hablen de la gente que viaja por carreteras primaverales, con el viento despeinándole las penas del pasado, con un roce de una mano y una pierna capaz de limpiar algunas heridas de esta guerra que es la vida.

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