¿Cómo es posible experimentar sentimientos de nostalgia por mundos y personas que nunca hemos habitado y a las que nunca conocimos, o que tal vez no han existido fuera de la ficción?
Ese es el efecto primordial que produce en mí el clima que crea en sus novelas Sándor Marai. Se funde, con otros escritores, en los que han creado para mí esa extraña nostalgia eslava que, como la evocación del "alma rusa" que me provocan Dostoievski, Berberova, Nabokov o Tolstoi, me trae, en este caso, añoranzas de los habitantes de aquel lejano y heterogéneo imperio austro-húngaro al que, como dijo días pasados mi madre, alguna vez también pertenecieron los territorios de la América Latina.
¿De qué están hechos los mundos de Márai?
De ese mundo algo impostado y construido a fuerza de tratados ganados en guerras con breves pausas (Austria, Hungría, Checoeslovaquia, Servia, Eslovenia, Croacia, Herzegovina, Montenegro, Rumania, Galitzia, Trieste, parte de Ucrania), de ese territorio cultural que comienza a derrumbarse en la Primera Guerra, que habitan Tibor, Âbel, Erno y Béla, jóvenes a punto de recibirse de adultos al terminar el bachillerato. adolescentes que, ansiosos de libertad, se rebelan, fumando, robando, bebiendo, contra un destino que les propone ir a morir al frente o una agonía más lenta en la injusta formalidad inflexible de continuar la tradición. Erno, el hijo del pobre zapatero fanático religioso, cuya inteligencia apenas le habilita un lugar transitorio junto a los hijos de la aristocracia y burguesías locales y unas limosnas que van resintiendo y envenando su corazón de a poco. Un actor y un prestamista inescrupulosos, hombres perversos y quebrados, sin ilusiones, pervertidores de la inocencia juvenil.
¿Cómo no sentir una ambigua mezcla de compasión y rechazo por personajes como la tía de Âbel, una solterona virgen que se ha marchitado cumpliendo los mandatos familiares sin que nadie pueda amarla?Por esos padres, controladores y opresivos, ausentes y hermanos mayores mutilados por la guerra. Por el viejo cura que sobrelleva el insomnio con lecturas religiosas, los impostores que se hacen pasar por mentores y profesores soberbios que rehuyen de la generosa entrega que supondría enseñar algo.
O por la perversa madre de Tibor y Lajos Prockauer, cuyo mayor sueño en la vida había sido dar una gran fiesta, "una recepción espléndida, como correspondía a su posición social, en las tres habitaciones de la vivienda", sueño escatimado por el egoísmo del coronel, su marido, dedicado a la guerra y a las infidelidades, abandonándola a ella en su estado de inválida que controla sus bienes, a sus criadas y a sus hijos desde su cama de moribunda.
Y ese clima opresivo y de suspenso que he encontrado en todas sus obras, en dónde siempre algo, un acontecimiento trivial que está por ocurrir (y se posterga una y otra vez) cambiará, vamos sabiendo los lectores lentamente, el destino pero también el pasado de todos los personajes.
Leer a Márai es como beber una bebida algo empalagosa, con una mezcla de sabores amargos y dulces, de la que no podemos escapar.
Márai, Sándor, Los rebeldes, (1930), Salamandra, Barcelona, 2009, 252 pág., edición revisada por el autor en 1988.
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