viernes, 25 de julio de 2008

El atlas de mi padre y Ana Bolena


Días pasados, C me pidió que pasara por una librería de usados de la calle Lavalle para retirar un libro que ella había encargado. Me había propuesto vencer la tentación de hurgar en las bateas, mi plan era sencillo: entrar rápido, exagerar mi apuro, limitarme a solicitarle al vendedor el encargo, pagar y salir corriendo. Como todos los planes para eludir los libros que nos están esperando, falló. Ante mi requerimiento, el vendedor, un jovencito con aspecto de no tener apuro alguno, se limitó a decirme que lo espere y se retiró, parsimoniosamente, hacia agún depósito del fondo, dejándome sola frente a las bateas de ofertas. Mientras las investigaba nerviosamente, repitiéndome a mí misma que tenía que resistir, que después de todo ya me había dado varios gustos en materia de libros estas semanas, pasaban por mis manos los títulos de diversos best seller de esos que mis viejos compraban en las librerías de Gesell, quizá en la de la antigua casa Bonn, y leían en las largas tardes de playa de mi infancia, en "Brujas".
Finalmente, cedí a mi pasión por las biografías y tomé una de Ana Bolena, de 1958, de Evelyn Anthony, en cuya portada se ve un retrato de la desdichada reina que no se parece en nada a la descripción que el libro hace de ella: menuda, morocha, de piel trigueña y grandes ojos negros.
Pero eso no fue lo peor. El vendedor es ahora quien me espera a mí, que ya he olvidado mi apuro por llegar a la parada del maldito Plaza para volver a La Plata. Cuando estoy pagando intenta iniciar una converscaión que interrumpo violentamente al descubrir, al tope de una estantería muy alta, el "Atlas de nuestro tiempo" del Readers Digest de tapa verde, con el que mi padre nos despertó a sus tres hijos cierta pasión por los mapas terrestres y estelares. Le pido que me lo baje. Mis manos tiemblan, paso una a una las páginas. Encuentro, como si me hubieran estado esperando, las infografías de las piedras preciosas y las rocas que me fascinaban de nena y los gráficos de los planetas cuyos nombres me gustaba memorizar: Mercurio, Venus, Tierra, Marte y hasta el pobre Plutón, hoy degradado de jerarquía por una alianza de perversos astrónomos. Casi estoy viendo a mi padre en la mesa del comedor, con una luz mortecina del invierno, deslizando sus dedos sobre paralelos y meridianos para encontrar, como una perla muy valiosa, el puerto de Bialistock de donde partieron mis abuelos para venir a la Argentina. Trato de componerme y con la mayor naturalidad que puedo le consulto al vendedor el precio, que no es tan caro pero sí lo bastante para esta altura del mes, mientras le digo: acá todavía está la URSS y Plutón era un planeta. Ël, que debe tener veintipico, no comprende nada de lo que eso significa, sonríe, repite como un tonto: ah, sí, la Unión Soviética, como si se tratara de ciencia ficción o historia antigua. Dudo. Tiemblo. y finalmente le devuelvo el pesado atlas y huyo de allí como una monja medieval de la tentación de la carne.

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