martes, 4 de diciembre de 2018

Creo que podría guionarlo.
Y en él, a otros.
Había comprendido que amaba así, si es que eso era amor: quizá empujado por ese vacío que era como el fuego de la acidez que nada calma, saltando de cuerpo en cuerpo, buscándose.
Amaba así, descuidado, irresponsable como un niño tiranizando a una madre demasiado madre y a un padre siempre en fuga.
Quizás.
Repetía diálogos y estrategias, tal vez se daba cuenta, tal vez no. Usaba las mismas palabras, las mismas miradas, las mismas canciones, los mismos poemas, los mismos llantos, las mismas bromas para conmover a distintas mujeres. A algunas  les había dado lo único que podía dar, como accidentalmente pero no, claro que era muchísimo, quizá era casi todo para ellas, amor para el futuro, provisiones, nombres. 
Sin eso, no tenía nada, no había nada entre sus múltiples posesiones, oropeles, aventuras. Debajo de todo eso, noche y soledad. Llevaba una vida mordiéndose la cola. Perro bravo, perro loco, perro malo. 
La rabia juvenil se le había hecho pasión por los espejos, buscaba su reflejo. 
Había días en los que sentía un lobo capaz de conducir, cuidar y alimentar a su manada en medio de los bosques más hostiles, y se sentía satisfecho, como un hombre después de acabar, pero más.
Salía entonces con espuma en la boca a la caza de nuevas presas, sin medir más que la necesidad de la hora, sin conmoverse ante ningún cervatillo asustado que cruzara su camino.Como si estuviera hecho de instinto animal y no de palabras que nos dieron los dioses.
Otras veces era apenas un cachorro abandonado que, en ese cuerpo ya cansado, buscaba la protección de sus ancestros.
Cuando se volvía de esta tribu, yo había presentido que nos parecíamos un poco y que podíamos hablar una misma lengua, pero era como los espejismos de oasis en el desierto. En verdad, solo hay desierto y nada calmará en su cercanía esta sed. Vivía el instante y se aburría rápido, se sacudía el pelaje y ya no quedaban rastros de tu paso por su vida.
Era capaz de lastimar con sus zarpazos, mordía y arrancaba pedazos de carne por deporte, para mantener afilados los colmillos, las uñas, lo salvaje.
Tal vez lo hacía por desesperación.
Como sea.
Traía arrastrando en las mandíbulas las pruebas de un nuevo triunfo, te tiraba ahí a la vista la confirmación de su potencia viril. Aunque ambos sabíamos que no se trataba de eso, pero también de eso.
Era como si te pegara una piña, justo cuando vos ya había terminado la pelea y te habías aliviado de tus enojos.
Lo había querido querer así, tal como era, tal  como  yo  lo percibía, pero cuando te relajabas llegaba
la mordida brutal del animal tempranamente herido y desconfiado.
Yo conocía otros lobos, monos salvajes, escorpiones, pavos reales.
Yo era un poco también de esa estirpe salvaje que lucha por sobrevivir y ser amada cada vez que una mirada.
Escribir, me preguntan sobre escribir. Si escribir acerca de esto le dará carnadura, si el peso de la palabra escrita hace más pesada la mochila. Si el miedo de morir nos pone ansiosas. Si escribimos para vengarnos o para hacer justicia. Si escribimos para que nos amen, o para que nos comprendan.
Si perdonamos las injurias porque estamos hechos un poco de materia divina y no solo de barro y diablos, o si sencillamente lo hacemos para aliviar el equipaje y seguir andando.

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