sábado, 30 de junio de 2018

De golpe apagado

"El amor que se ha terminado se aleja de este mundo a la manera de 
una navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor 
y helo aquí de golpe apagado 
(el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera)".
(Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso)

E. Hopper
Me deja un hombre que había sabido encenderme.
En realidad decir "me deja" es una metáfora, pero está lleno de tontos y tontas que solo creen en la literalidad y encuentran los nombres propios en las historias que tejen las imaginaciones y las memorias caprichosas, como sino hubiera más que diarios íntimos, más que informantes, espías, muros de Facebook y crónicas periodísticas.
Yo quiero decir eso que digo, eso que escribo, así, en primera persona, como si me saliera desde donde me sale, como si no hubiera que explicar y aclarar tooooodo, escribo así desde donde me sale: un poco de las entrañas, un poco de la mente que se sitúa entre mis sienes, un poco de una contractura que tengo en el cuello, un poco de mi corazón, herido por varias estocadas pero fuerte, un poco desde la entrepierna mía, que a veces es fuego, otras es silencio, otras es dolor, otras es sangre, otras alegría y éxtasis de humedades y espasmos, otras vida naciente, otras vida muriente.
Este hombre que era bello como un misterio que se alimenta de sueños y novelas de ciencia ficción o aventuras, me deja justo en un momento en el que la vida me sopapea con uno, dos o tres tsunamis. Y su partida, que podría haber sido un tornado o un terremoto, me produce la sensación del último puñado de arena que se arroja sobre el fogón que ya se ha ido apagando solo, por falta de alimento.
El fin de juego había ocurrido mucho antes. Yo lo sabía, él no lo sabía porque para saber esas cosas hay que estar interesado.Me siento mirando por la ventana como una mujer retratada por Hopper pero en la ciudad masona de La Plata. Los jacarandaes y los ginkgos visten las veredas de colores otoñales, y yo camino como si el futuro fuera mejor que el pasado.
Me escribe un  amigo que hace magia con la guitarra y vive en un edificio del siglo XIX, me hace reír en la noche húmeda y disipa la soledad.
Mi país se hunde en el pozo de la ignominia, naufraga en el océano de los piratas mercenarios, no hay puerto al que que llegar, ni timonel. Veo las manos desesperadas de las madres, de las niñas y los niños, veo la noche llover y la luna pasear su bella indiferencia como si la eternidad fuera su secreto.
La marea sube, la marea baja, la noche da paso al día y apenas nos damos cuenta de que el fuego que ardía hasta quemarnos ya no calienta nada en la tarde de invierno.
Dije que era un hombre que había sabido encenderme, pero eso es totalmente lejano a la verdad.  Ese saber le atribuí, pero era un saber que él no poseía. Ningún hombre sabe nada de nosotras cuando dejamos de desearlo. Ahora que se apagó, hasta me olvido de buscarlo  en el mundo pantallita donde antes lo miraba.
Ahora tengo entradas para el próximo concierto, y espero que la mecha se encienda adentro mío, pero sobre todo, afuera. Y que arda, verde, roja y flamígera como un oktubre ruso, pero acá.


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