viernes, 15 de marzo de 2019

Gracias por hablarme

Carga el cajón sobre el hombro, realiza la maniobra, lo baja. Lo deja en el piso. Se le nota el cansancio, todavía no son las 9 de la mañana, pero su cansancio no es el del día, o de una mala noche, no es el de un pibe de veinte años sano.
Es el cansancio de la pobreza combinada con la desesperanza.
Elijo una planta, un potus. Le pregunto de dónde es.
Del campo, me dice. Creo que se refiere a las plantas. Se ve que no está acostumbrado a que le pregunten por él.
Pero vos de dónde sos, insisto.
De José C Paz, me dice. ¿Ah, y cómo te venís? Me traen en una camioneta.
Hablamos un ratito, sobre la escuela (a la que le gustaría volver), los pinitos que huelen a limón (me los hace oler). Insiste en que me lleve el  pinito, pero yo quiero el potus.
Mirá que te hago precio porque sos la primera que me habla.
Su cansancio es el cansancio de los que nadie registra, de los no reconocidos.
No es el primer pibe que vende en la calle (medias, plantas, curitas, ml que sea) que me lo dice.
Gracias por parar, gracias por hablarme.
No sólo hace falta dar una mano comprando la mercadería.
Hay que mirar a los ojos y bancar, y bancársela.
Vivimos apurados, no siempre tenemos tiempo para detenernos y preguntar un nombre, una historia, hacerle saber a alguien derrotado y humillado, que su presencia no es invisible, que desde que los dioses nos dieron nombres, estamos siendo humanos y humanas.
Y antes de irme ya se acerca otra persona a comprar.
Y yo me voy con el corazón acongojado por el dolor de sospechar que estos miles de cansancios no tendrán tregua.

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