La verdad es que me cohíbe un poco cuando me dice que de tanto en tanto se pega una vuelta por mi blog.
Es cierto, no nos vemos casi nunca y nos encontramos, como él dice, en algunos ámbitos donde es probable que a los dos nos pase algo parecido. Hay algo, como un sentido del deber o cierta pasión política que lleva nuestros pasos a desembocar allí para luego, al cruzarnos con personajes del poder, gente con la que quizá en la puta vida nos tomaríamos un café de no ser estrictamente necesario (y otra con la que sí lo haríamos con todo gusto, probablemente), algo desde adentro se subleve, nos agarre un poquito de taquicardia, nos pongamos a transpirar, forcemos a nuestros rostros (o "caras", corregiría Bioy) la mejor "máscara japonesa" que propone Mishima en sus Confesiones de una máscara. Estrategias humanas para sobrevivir en junglas bastante inhumanas, carnaval veneciano aunque sin tradición ni glamour .
Y entonces, en esas circunstancias en las que la hipocresía ayuda y mucho, en la que todos, detrás de nuestros pequeños antifaces nos relojeamos y la especulación puede estar a la orden del día, (quien vino para hacerse ver o para ser visto, ver qué o a quién, quien te saluda o te corta el rostro, lo que se dice y lo que se calla), es un respiro que alguien te confiese la tristeza de un amor que ya no es. Frente a ese tipo de confesiones sólo es posible tomar esas palabras, guardarlas en la palma de la mano como cuando se encuentra un gorrión lastimado en la vereda (aun cuando no nos gusten los gorriones), esconderlas bajo la forma protectora del secreto o del olvido porque ya no importan entonces los nombres ni los protagonistas de la historia, ni siquiera las consecuencias que en nuestra ética pudieran tener no respetar ese silencio sino el aprecio ante el gesto de valentía que implica decir algo como: "ella me rompió el corazón", en esta época, en ese lugar.
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