domingo, 2 de diciembre de 2018

Todas las maneras en que él no

Yo le escribía y él me ignoraba. Tenía todo un repertorio para hacerme sentir invisible: a veces me clavaba el visto, a veces no me contestaba.
Respondía con una indiferencia densa, como una colcha tejida al crochet pero con puntos doble vareta apretados, a todas mis manifestaciones de cariño.
Se mantenía inconmovible a cualquier demostración de afecto.
A veces yo creía que era su manera (a veces cruel, a veces sádica, a veces sencillamente porque de verdad no le importaba nada de mi vida ni me existencia) de hacerme saber que no me quería ni un poquito, ni siquiera como se quiere a un perro de algún vecino, fastidioso, ladrador, pero al que la vida nos acostumbra al menos a cierto cariño  cuando está enfermo.
Otras veces me daba cuenta de que él ni siquiera destinaba un segundo mental para mí. Si es que recordaba mi nombre, eso era todo. Tal vez en la serie de mujeres que coleccionaba en la memoria cuando se le acababa el deseo (se aburría rápido, deseaba mucho sólo aquello que se le escabullía).
A veces también yo me olvidaba de él por completo.
Me enamoraba unas horas, unos días, hacia como que me entregaba a alguna clase de tropiezo llamado amor, pero sin amor, a hombres que me miraban con fuego (sin importarles si estábamos en lugares públicos), y me decían cosas lindas, se mostraban atentos a mis problemas, o me provocaban orgasmos en noches de calor, mientras de fondo sonaba alguna banda de las que mí me gustan y a él no sé.
En las redes él era siempre feliz, (como casi todes), y estaba siempre rodeado de amor, de amigues, de #unafamiliamaravillosa, de un espíritu de aventuras como un personaje de Conrad.
En las redes él repartía amor, era como un sodero que iba de acá para allá repartiendo amor a quienes lo necesitaran. A mí su reparto me despertaba sentimientos contradictorios: si le creía, me parecía que andaba intentando dar aquello que no tenía, eso que tanto anhelaba y hacía vacío en su hondura, allí donde nacía su fuego y su tormento.
Si no me creía, me parecía fatuo, veía el despliegue del pavo que amaina su plumaje al primer ruido.
En las redes él era feliz incluso cuando se mostraba melancólico y sufriente, un hombre que lo tenía todo: padres, hijes, cosas, proyectos, salud.
Yo sabía algo que podría ser considerado una verdad que desmentía eso, pero mi corazón sabe callar algunas cosas.
Otros hombres que conocía no mostraban de este modo su felicidad, ni sus amores, ni lo inteligentes que eran, ni hacían gestos, como códigos de alta mar, para comunicarle a las mujeres con las que se acostaban que le gustaban, o que amaban a otras, o que ya lo aburrían mortalmente.
Yo quería ser como él, ignorarlo también, dejarme arrastrar a otros abismos.
Clavarle el visto, como quien clava una estaca que mata al vampiro, y deja partir al hombre.
Pero justo cuando lo había conseguido, supe que había ocurrido una mordida contagiosa, como un ideograma del I Ching, vaya a saber cuándo, y tenía que limpiar mi sangre en ardua tarea antes de poder tomarme un descanso.