"Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras
felicidad, pasión, embriaguez,
que tan hermosas le habían parecido en los libros".
(G. Flaubert, Madame Bovary)
(G. Flaubert, Madame Bovary)
Si tuviera que decir en pocas palabras para qué me sirvió el psicoanálisis en este momento, yo diría, por caso, para dejar de encandilarme con el #SíndromeEmmaBovary, fascinada con personajes de ficción, dispuesta a renunciar a la vida por esa virtualidad encantadora de lo imposible, y volcarme más al #SíndromeMerylStreep, en un texto pegadizo tipo hit de autoayuda que circulaba por ahí en las redes y se le atribuye a ella -aunque creo que no lo es- referido al haber llegado al límite de su paciencia para ciertas manipulaciones y careteadas en los vínculos.
Así, dejo que caiga el telón a los montajes y puestas en escenas de personajes que invento mejor cuando se encarnan en personas que actúan de lo que no son, esconden sus oscuridades bajo mantos de oropeles fantásticos y buscan seducir todo el tiempo al público, para sonreír a quien quiere sonreírme, y abrazarme, y abrasarme (brazos, brasas; vasos y besos) a lo real.
Dejemos la ficción en su mejor lugar, en la escritura, en la lectura, y como cantaba aquella banda- adolescencia-platense-flamígera: a a vida hay que hacerle el amor.
Me quedo con la Emma reivindicada por el feminismo, la Emma que, como Ana, rechaza el modelo burgués de familia y de mujer que le imponen, la Emma que no se adapta. Pero no con la Emma padeciente que no puede gozar del presente porque añora, melancólica y desesperadamente, lo que no fue ni será, quizá porque añora el amor de la madre perdida prematuramente, la comprensión del padre lejano, la empatía de un hombre que sabe amar y cuidar de un modo doméstico y amable, pero que nada sabe de literatura, ni de los mundos imposibles de los que se alimenta la llama de su esposa, ni de sus sueños de altos vuelos y conquistas de horizontes lejanos, quemada en el fuego de amantes clandestinos que llegan y se van como los barcos de los aventureros.
Emma, como Ana, corriendo y corriendo, al lado de la vía, por el prado, corriendo hacia un amor que se escapa y se escapa, que hace vacío en su vientre, que late en su vagina, que humedece primero ero luego todo seca, hasta las lágrimas, hasta la vida, y que nada da.
Emma, haciendo de sí misma un sacrificio, haciendo de su cuerpo (ropa-cuerpo, adornos cuerpo, joyas cuerpo) el objeto de deseo de aquellos que ella desea, sin amar, haciéndose deuda, quiebra, haciendo dolor a su hija, haciendo injuria a ese hombre que nada entiende, que encarna lo más agónico del ideal burgués. Emma, que al final hace de sí tragedia, para ser poesía, o mejor, para ser prosa poética, para perderse entre subordinadas, comas, conjunciones copulativas, Emma, escrita por la mirada de un hombre que sabe ver, que juzga mucho menos que sus contemporáneos, que podría haberse enamorado de alguien como ella, pero no.
Emma y la moral que la señala y la hunde.
Emma y el capitalismo, que la condena y la culpa.
Emma, rodeada de pusilánimes que no se la juegan.
Emma, y los Leones que se asustan al primer viento, que huyen, que olvidan.
Emma, manipulada por los Rodolphe que ven en las mujeres cosas, que usan, que abandonan, que nada pueden dar.
Emma, como Ana, que nos da esos arquetipos, que hacen de esos amantes significantes que nos marcan, como los Vronsky de los que una y otra vez nos enamoramos, sabiendo de antemano que nos romperán el corazón y nos dejarán tiradas en la vía, mientras parten ya en el Transiberiano, cansados de nosotras y en busca de otra vida.
Pero nos dejan también, como puños cerrados y en alto, como pañuelos verdes y borceguíes curtidos de muchos andares, su maestra jugada hacia el amor libertad, contra la moral burguesa y patriarcal.
Emma, querida Emma, siempre habrá algo tuyo en mí, siempre seré como vos contradicción, habrá algo, pero solo algo.
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