martes, 25 de febrero de 2020

Leyendo a La Enriquez





Sé que lo más conveniente sería salir, o hacer ese viaje y estar en la escena y no mirando la escena de afuera,y en cambio estoy siendo así: leyendo lento, muy lento, como nunca supe hacerlo.
Yo, atrapada en la ansiedad, sintiéndome en mi reino al devorar los libros como si fuera el único alimento del náufrago o el oxígeno salvador del asmático, y después corriendo hacia tal o cual sitio donde apenas puedo estar siendo.
Yo, al fin sola, al fin distante de los pequeños diablitos que ensordecen y nos hacen enloquecer de paranoia o de ataques de importancia que nos vuelven tan vanidosas como infelices.
Al fin sola, saboreando las últimas páginas como quien se demora para no salir de la casa.
Al fin, esa soledad que me deja escuchar mi propio latido.
Sin quejas.
Sin simulacros ni autocompasión.
Así, pensando con oraciones y palabras que hagan avanzar esa novelita que escribo, que le mando a J en pequeñas entregas (bendita lectora que se mete en la trama y ya tendrá su papel, como si fuera una de esas escenas en las que Hitchcock se divertía haciendo un bolo, una pasadita frente a la cámara como un ignoto extra).
Quizás .
Yo, leyendo a Mariana Enriquez como si fuera el postre que anhelamos después de las comidas de los hay que (leer para preparar una clase, para evaluar un texto académico, para persuadir a otros de tal y tal política).
Con el pequeño ronroneo y nada más, sin canciones de fondo, sin desear a nadie , como si fuera un monje en un templo de oro mishimesco, pero tan argentina como la inmensa cantidad de horas que pasamos haciendo colas, en medio del ruido que no cesa, sin lograr apenas escuchar nuestros propios latidos.
Yo, al fin estando acá sin culpa, sin desear estar en otra parte, sin hacer de escapista, sin caer en mi propia trampa una y otra vez.
Sin hablar de mí cuando parece que hablo de mí.
Sin simulacros.

Respiro hondo, y en lo hondo, al fin me sumerjo sin miedo.


Para llegar a Ítaca

¿Cómo serán las familias felices de las fotos fuera de las fotos?
En las fotos hay sonrisas de publicidad de pasta dental y paisajes que parecen disfrutarse más porque las familias felices de las fotos son felices todas de la misma manera, parafraseando al revés al gran inventor de la infelicidad de aquella sufriente y apasionada mujer que se enamora de quien no corresponde y de quien no es. Y lo sacrifica todo en nombre de una forma de amor que ya nadie recuerda, y si hay quien la recuerda, la defenestra.
La primer deconstrucción, leo por ahí, fue la de Dios. Digamos que empezó con Kant y el fin de los tutelajes y después puso primera y arrancó con la muerte de Dios del padeciente enamorado de la brillante Lou Andreas (segunda chica rusa de esta historia) hasta las picadas del siglo XX.
Ya en el XXI nadie podría entender a la enamorada Ana Karenina, y mucho menos, compadecerse de ella.
La tratarían de estúpida.
Ahora andamos solos y solas, con los corazones inquietos y familias felices para las fotos.
Las únicas familias que parecen sostenerse son la que se amarran al proyecto burgués, como Ulises para resistir al canto de las sirenas que reclaman: no ames, pero goza.
Y tal vez sólo resisten porque resignan un poco el amor, para ganar en confort y estabilidad económica, o tal vez tengan secretos guardados bajo siete llaves, secretos que no pueden verse en las fotos ni penetrar en la conciencia de una auténtica alma rusa.
Yo veo las fotos de las familias felices en modo familias felices, veo las fotos de los amantes felices en modo amantes felices, incluso mis fotos en ambos modos, y sospecho que debe haber alguna dimensión paralela donde la gente prefiera atravesar la angustia sin atarse al mástil para llegar a Ítaca más temprano que tarde, para intentar reparar el daño que hemos hecho , y tal vez, el que nos han hecho otros.

sábado, 1 de febrero de 2020

Nardos

Yo tenía una pulsera que me había regalado M. Era de cobre o algo así, y tenía un vidrio turquesa y rojo que simulaba una piedra. Cuando me la regaló debí haber adivinado, pero en cambio, aparté esa sospecha como si quitara la vista de una gaviota que pasa volando por la playa.
Usaba esa pulsera cuando me ponía un cinturón que tenía un vidrio del mismo color. 
Me ponía esos pantalones de talles infantiles -hay que ver lo flaca que puede ser una chica que fuma-y unas sandalias de cuero color suela, una camisa rayada en colores turquesas, celestes y marrones, y me iba a encontrar con E para matarnos a besos.
Cuando le contaba a M que había visto a E, no dejaba pasar la ocasión de decir algo desagradable de E. Yo me encogía de hombros y sin defenderlo demasiado, pensaba para mí que si M. supiera lo bien que E. besaba, entendería todo.
M me dijo una vez que jamás se le hubiera ocurrido combinar celestes y marrones o rosas y marrones, que era horrible, de mal gusto y bla bla bla.
Él sabía mucho de arte, en realidad, sabía mucho de todo, y era una de las pocas personas que no dejaba nunca de sorprenderme por su léxico humorístico y sus conocimientos. Su opinión me importaba, así que quise demostrarle que estaba equivocado con el tema de los colores, sumido en prejuicios.
Cuando me vio con aquella mini marrón y la ropa interior -todo de encaje celeste-me hizo una reverencia.
Ante esos detalles, dijo, me rindo a tus pies. Me acuerdo que ese día había puesto unos nardos en un florero, y toda la habitación estaba perfumada.
A veces creo que si hubiéramos dejado las cosas en ese punto aún podríamos seguir discutiendo de arte, literatura, música y política.