martes, 26 de febrero de 2019

No era de mi pago


Capaz era la noche y la bebida.
No era mi música, pero el cuerpo se dejaba llevar en ese baile, porque de a poco la tensión de las adrenalina iba cediendo después de la última tormenta.
Quizás era el miedo, las hogueras en las calles, los árboles caídos, la noche que dejaba a la intemperie a los abandonados, volados sus techos, perdidos sus sueños.
Habitantes de un cómic de los ochenta, como El sueñero, caminantes de desiertos infértiles, como en Blade Runner, creyendo que todavía estamos vivos.Vivas.
Mejor otro trago, mejor otro baile.
Me dejé llevar.
Y me iban llegando imágenes de mi último amante. Imágenes envueltas en música y viento que entra por las ventanas borrando heridas y encuentros sin importancia, casi deportivos.
Las copas de los eucaliptos y los álamos, a lo lejos, que no son ahí amenazantes, sino estimulantes. Los perros que ladran a la Luna, memorias de su pasado salvaje, los coros de insectos polimorfos. Como si hubiera otros mundos, con horizontes infinitos y parcelas más pequeñas, para que más podamos vivir de la tierra y no todo para unos pocos jinetes desalmados de Apocalipsis y ocasos.
Me llegan esas imágenes, y el olor de la noche fresca y de su piel.
Me sorprendí, no sabía que me habitara así, apenas nos conocíamos. Era un alivio, el cuerpo libre de obsesiones, ya no me traía recuerdos del malabarista de emociones, del subibaja de los encantamientos a los que cedí, por tontería o nostalgias de mundos que ya no existen. Libre al fin de los recuerdos de lo que pudo haber sido, de inventar una novela del pasado en una mirada que hipnotiza y traiciona en el mismo gesto.
Quizás eran los pies sin zapatillas de la nenes.
Los cuerpos agusanados de los animales, recuerdos de selvas en ciudades con predadores humanos o con zombis que creen que están vivos. Ciudades latinoamericanas de inmigrantes, puertos destruidos y fábricas abandonadas, nenas prostituidas, olores fétidos. Talleres de amor y luchas, y esos niños y niñas tan chiquitos: sus manitos tomando tu mano, y sus andares andando a tu paso, niñez de hierro, soledad y un amor que cree en todo a pesar de las evidencias.
Creemos.
Qué saben tantos ya de eso, y si supieron,  olvidaron, encerrados en claustros y mundos cortesanos de academia, como a veces nos quedamos, donde parece que son importantes problemas las pequeñas rivalidades y miserias, y los gritos del mundo no se escuchan, y se luchan batallas del absurdo por oropeles que al rato ya no valen nada, o casi nada. Así me llegan las palabras de mi amigo N, que me cuenta como hazaña, como asombro del ajuste que tal día, con el auto roto, no tomó un taxi sino que tuvo que caminar para ahorrarse el gasto. Yo lo escucho y pienso, cómo es posible que lo que para tantos, para mí, ya es hábito sea todavía síntoma para quien siempre estuvo tan colmado que no sabe vivir apenas un contratiempo sino como privación. Ya no tenemos auto, ni taxis, ni siquiera tenemos ese problema. ya hace rato nos despojaron de esas comodidades y aún así todavía sabemos que nada de lo que nos falta es lo que importa a la hora de la hora, porque nuestra casa es de ladrillos y aguanta las inundaciones y tormentas. Los privados de todo perdieron los techos una vez más.
Y volverán a perderlo. El problema no es la guerra de los Lannister contra los Stark, aunque esa guerra enseña mucho y nos enseña quienes somos y de qué somos capaces si se meten con lo que amamos, el problema es la amenaza que viene del Norte. 
Capaz era eso también.
Que no era de mi pago ni de mi tribu ni sabía de mi, ni de mi escritura, ni de mi pasado,  ni de mis amigos y amigas, ni de mis amores  y sin embargo, podíamos conversar como si habláramos el mismo idioma, escucháramos la misma música y viviéramos en el mismo planeta, donde hay todavía árboles de pie y algunas esperanzas colectivas. Enseñándome un poco, tan a la hora del crepúsculo y de unos cuantos años, los beneficios de menos ansiedades y más saciedades.

jueves, 21 de febrero de 2019

Picando

Se la deja picando.
Y queda picando.
Ella, que está cansada tan cansada de tantas cosas (sobre todo de ella misma), se refrena y dice: paciencia. No apurarlo. Si ella tampoco tiene apuro.
Y así van pasando las lunas y los días.

domingo, 3 de febrero de 2019

Noche

Qué lindo es chapar en un sillón, calentarse, apretar, franelear en un banco de plaza, me dice.
Es como volver a tener 13 o 14 en los ochenta.
Como si cantara Federico y las diagonales tuvieran música, adoquines y futuros.
Es como sentir, haciéndose los distraídos, cómo eso que se endurece y que no se nombra por falta de experiencia, se aprieta en el calor de pelvis contra pelvis.
Dice.
Más tarde, escucha a una amiga que cuenta que su hija adolescente aún nada. Aún niña, inocente todavía, un poco ingenua, ese lugar al que ya no volveremos sino es en palabras, en recuerdos de recuerdos.
Veo la foto.
Y escucho su relato.
Y sí, qué lindo, pienso.
Cuando es mucho pero mucho más el porvenir que el ayer.
Veo la foto del sofá, los almohadones, y me vienen imágenes de él, un pibito, el pelo largo como se usaba, la guitarra a un lado, los labios suaves y las mejillas casi imberbes.  Su abrazo, torpe,  mi amor, eterno y fugaz como una luciérnaga en la pampa, noche de verano.
El olor a la promesa más linda.
Todo lo que envilece todavía no existía.
El chico en el garaje, besos robados a la vigilancia paterna, y analfabetismo para nombrar ese fuego.
Después, veo otra foto. Y donde una vez vi los rastros y los restos de un amor posible en un reverdecer, veo ahora un hombre que ha perdido todo encanto, que solo sabe cuidar de su pequeño juguete, escondido debajo de una barriga que no es amable, ni simpática, sino orgullosa, rabiosa, incapaz de bajar la guardia.
Fea.
Puro ego.
Y sí, tenés razón, qué lindo que es chapar en un sillón.
Qué lindo que es tener a dónde ir.
Qué lindo es refugiarse en los recuerdos o en los abrazos del presente.
Y olvidar la injusticia del mundo un rato.
Y las injurias de los repartidores de ponzoña.