domingo, 3 de febrero de 2019

Noche

Qué lindo es chapar en un sillón, calentarse, apretar, franelear en un banco de plaza, me dice.
Es como volver a tener 13 o 14 en los ochenta.
Como si cantara Federico y las diagonales tuvieran música, adoquines y futuros.
Es como sentir, haciéndose los distraídos, cómo eso que se endurece y que no se nombra por falta de experiencia, se aprieta en el calor de pelvis contra pelvis.
Dice.
Más tarde, escucha a una amiga que cuenta que su hija adolescente aún nada. Aún niña, inocente todavía, un poco ingenua, ese lugar al que ya no volveremos sino es en palabras, en recuerdos de recuerdos.
Veo la foto.
Y escucho su relato.
Y sí, qué lindo, pienso.
Cuando es mucho pero mucho más el porvenir que el ayer.
Veo la foto del sofá, los almohadones, y me vienen imágenes de él, un pibito, el pelo largo como se usaba, la guitarra a un lado, los labios suaves y las mejillas casi imberbes.  Su abrazo, torpe,  mi amor, eterno y fugaz como una luciérnaga en la pampa, noche de verano.
El olor a la promesa más linda.
Todo lo que envilece todavía no existía.
El chico en el garaje, besos robados a la vigilancia paterna, y analfabetismo para nombrar ese fuego.
Después, veo otra foto. Y donde una vez vi los rastros y los restos de un amor posible en un reverdecer, veo ahora un hombre que ha perdido todo encanto, que solo sabe cuidar de su pequeño juguete, escondido debajo de una barriga que no es amable, ni simpática, sino orgullosa, rabiosa, incapaz de bajar la guardia.
Fea.
Puro ego.
Y sí, tenés razón, qué lindo que es chapar en un sillón.
Qué lindo que es tener a dónde ir.
Qué lindo es refugiarse en los recuerdos o en los abrazos del presente.
Y olvidar la injusticia del mundo un rato.
Y las injurias de los repartidores de ponzoña.

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