Se acuerda de ese día porque después de la charla del poeta maricón rebelde inconformista perseguido, se fue a encontrar con un hombre que había estado relacionado con ella de una u otra manera amorosa durante casi toda su vida.
O quizás no, quizás eso ocurrió antes, o después.
Se acuerda.
Porque el viaje de ida, con amigas, había sido el inicio de varios desencuentros, de esos puentes que se rompen, de esas naves que se queman, de esas cosas no se sabe cuándo empezaron ni hasta dónde llegarán.
A ella esos días le parecían regalados, como a todos los que anduvieron en las inmediaciones del Averno, entre pinchazos, sondas, morfina y ablaciones. Entonces, en la ruta, en la autopista, en las calles, miraba todo como si lo viera por primera vez. Y por última. La contaminación del río, las orillas de la Boca donde la policía cada tanto hace ahogar a un pibito (y todos lo olvidamos demasiado pronto).
Los edificios lujosos de la Avenida del Libertador, pobre Libertador, qué hubiera pensado de saber que en algunos de ellos, los de varias décadas, vivían confortablemente y sin culpa quienes ordenaban las torturas, vejaciones y carnicerías que ocurrían enfrente, en la Escuela de Mecánica.
Ella ya estuvo ahí.
Con A. La acompañó una vez a donar cosas de su padre. Recorrió el lugar. Sintió escalofríos. Miró a los viejos haciendo gimnasia o jugando al ajedrez en los jardines. Vio las fotos de los asesinados, entre los cuales hay varios familiares de personas que ella quiere con todo su corazón.
No lo pensó, pero algo en el cuerpo recién mutilado de ella sabía que eso podía terminarse pronto.
El poeta hace una puesta en escena performativa.
Reivindica poder ser él allí, porque en el fondo también sabe que eso puede mutar de nuevo en tragedia.
No lo verá, porque muere antes y en su país trasandino.
Donde también los hijos de los verdugos (que tras las cumbres nevadas ni siquiera han sido juzgados) volverán a mandar, igual que acá, a derrocar memorias y a hacer, como él dice, de la "amnesia política de poder".
Ella se deja conducir por las gradas, sostenida por sus amigas. Tiene un cuerpo que todavía no sabe si volverá a vivir plenamente y cómo hará para hacerlo.
Un cuerpo dolor.
Está haciendo esos duelos que hacen las mujeres, esos que no cesan, que no lloran lo perdido sino lo que pudo haber sido. Sobre todo, los hijos que pudieron haber sido.
No se encontrará con su amante esa tarde.
Al menos, no a solas.
Tal vez no hay amante.
Volverá a los brazos de su esposo quizás, pero ya lejana. Ambos lejanos, aunque todavía no comprendan el alcance de esa distancia que se ha instalado entre ellos como una sombra que no los deja a solas, salvo pequeñas treguas ayudadas por la música, las flores del bien o el vino.
En realidad, esos días ella está lejos de todo y de todos los que antes conocía, porque su pérdida es en el cuerpo un vacío poderoso que desmaterializa el deseo, como un agujero negro.
Está en la frontera entre los vivos y los muertos, y allí lo que hay es soledad. Hay que transitarla para volver a uno u otro lado, pero el viaje es largo y no excento de peligros y desvíos.
Su máscara se ríe, intenta estar y ser amable con las amigas que tienen tantas deferencias.
La agonía de otras dos que allí no están le han sacudido en la cara la verdad de la finitud, con la misma intensidad que la poesía del histriónico poeta maricón que mueve las plumas y que, por momentos, le parece que le habla a ella, solo a ella, en la lengua de los desposeídos, de los nerviosos, de la mutilados, de los que nunca quedan bien ni caen bien parados.
De los que no hacen carrera (aunque el poeta es famoso y ha hecho carrera, pero está enfermo, está muriendo, no es cobarde), de los que nunca tienen un mango y sueñan con viajes que no pueden financiar.
Ella se deja llevar y es como si estuvieran en un teatro griego. La tragedia se hace comedia.
Cómo podemos reírnos acá, piensa ella, que todavía no leyó Necrópolis, de Pahor, ni Una misma noche, de Brizuela (¿o sí?), ni Oración, de María Moreno.
Mira las fotos de los asesinados y en el pecho algo le dice que esa breve justicia que está ocurriendo puede cesar.
¿Quién escribirá los nombres de los pibes que asesina la fuerza bruta del poder de los amos?
¿Cuándo habrá una tregua al menos, y que sea reconocida como tal por los muchos?
El poeta se ríe de sí mismo, de su mariconería, de los velorios, de la muerte, de los infiernos.
Ella se acordará unos años después.
Piensa en el cuerpo muerto de alguien con quien alguna vez gozó, hace millones de años.
Piensa en el cuerpo muerto de alguien a quien amó más que su comodidad, su conveniencia, su bienestar.
Piensa en el cuerpo vivo de ella, como una gigantesca oportunidad, y en las ganas que retornan de dejarse llevar por la electricidad de la vida.
En las miradas que reclaman justicia.
En la verdad que se esconde en los versos de un poeta trasandino, en las canciones populares que cantan, junto a una fuente en la plaza del pueblo, en un cantón suizo del siglo XIX.
Y en los ritos funerarios, que tienen principios y finales.
En la justicia de lo que reclama Antígona, y en la necesidad de lo que se le opone.
Y mira la lluvia detrás de la ventana.
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