Me dijeron que hubo un tiempo en que había cuatro estaciones. Que en el sur, en donde vivo, en mayo era el otoño.
Ahora, atravesando la estación de la lluvia me pregunto si algún día saldrá el sol, secará convirtiendo el barro en tierra y si la prematura noche de mayo, o sus mañanas, traerán la fresca.
Me dijeron que había un mundo que se podía pensar a partir de ciertas palabras e ideas.
Pero aunque las cortes y los cortesanos insistan en abrir los salones de Versalles y desplegar los protocolos de seducción y crueldad, de ambición y poder, el Rey se fue a la guerra y nunca volverá.
Algunos días escucho a un maestro que me enamora, él renuncia al amor, y me lleva al deseo de saber.
Encuentro sus gestos anidados en un libro de un poeta inglés romántico y en la soberbia respuesta que a las elegías del poeta le hace un filósofo conservador, y los quiero a los dos como no podría jamás querer a esos delicados y tibios pensadores que son nada más (y nada menos) que cínicos disfrazados de profundos.
Ahora, atravesando la estación seca del cruel final de época, me pregunto si el mundo que conocíamos sigue existiendo, si los dioses en los que creíamos (incluso la ciencia, incluso el dinero) no han muerto también como Dios.
Miro a mí alrededor y confío en pocas cosas: la belleza, el arte, la amistad y el amor.
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