La primera vez que recuerdo el terror en la calle porque alguien me vio como mujer-cosa (yo sólo era una nena que ni siquiera menstruaba) fue alrededor de mis 10 u 11 años. Había salido por.mi barrio, que era céntrico en La Plata, a andar en bici. En mi ciudad ya conocíamos el otro terror, el de los pibes y pibas baleados en la calle frente a nuestros infantiles ojos. El de nuestros padres y sus amigos exiliados o asesinados, o a los que les ponían bombas, o hablaban bajo y andaban taciturnos.
Pero este nuevo terror fue toda una novedad. Iba yo con mi bici roja plegable, con una pollera de esas de tres colores (todavía vivía mi abuela y creo que era un regalo de ella): turquesa, amarillo y rojo, todos tonos pasteles. Divina.
Y un ser repugnante, un asqueroso machirulo que seguramente andaba por los 30 años y a mí me pareció un viejo, se me acercó como para preguntarme algo, y yo reduje la velocidad y él estaba haciendo el gesto de pajearse (que a los 10 años sabés y no sabés qué es, pero te violenta y te asusta) y me dijo que me iba a chupar la concha.
Eso. De una. Babeándose.
A chuparme la concha.
Una parte mía, muy mía, íntima, que solo a mí me pertenecía.
Siento aún el corazón acelerado, el miedo hecho pedaleada, la vergüenza de no animarme a contarle a mis padres, como si yo hubiera hecho algo malo.
Desde ya, parece naive.
Lamentablemente me han ocurrido cosas mucho más feas en la calle. Y por suerte nunca me violaron, aunque un par de veces estuve cerca, como tantas mujeres que ni siquiera lo enunciamos así.
Pero de esa no me olvido más, porque desde entonces han pasado muchísimos años, pero no hay una sola vez en que andando en la calle me olvide que soy mujer y que la calle es un territorio de caza para violentos machotes que nos hacen vivir desde niñas con miedo, sólo por ser mujeres.
Pero este nuevo terror fue toda una novedad. Iba yo con mi bici roja plegable, con una pollera de esas de tres colores (todavía vivía mi abuela y creo que era un regalo de ella): turquesa, amarillo y rojo, todos tonos pasteles. Divina.
Y un ser repugnante, un asqueroso machirulo que seguramente andaba por los 30 años y a mí me pareció un viejo, se me acercó como para preguntarme algo, y yo reduje la velocidad y él estaba haciendo el gesto de pajearse (que a los 10 años sabés y no sabés qué es, pero te violenta y te asusta) y me dijo que me iba a chupar la concha.
Eso. De una. Babeándose.
A chuparme la concha.
Una parte mía, muy mía, íntima, que solo a mí me pertenecía.
Siento aún el corazón acelerado, el miedo hecho pedaleada, la vergüenza de no animarme a contarle a mis padres, como si yo hubiera hecho algo malo.
Desde ya, parece naive.
Lamentablemente me han ocurrido cosas mucho más feas en la calle. Y por suerte nunca me violaron, aunque un par de veces estuve cerca, como tantas mujeres que ni siquiera lo enunciamos así.
Pero de esa no me olvido más, porque desde entonces han pasado muchísimos años, pero no hay una sola vez en que andando en la calle me olvide que soy mujer y que la calle es un territorio de caza para violentos machotes que nos hacen vivir desde niñas con miedo, sólo por ser mujeres.
(La ilustración es de Juan Marchesi, de La niña que iluminó la noche, de Bradbury)
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