Apenas cociné para mi pequeña familia y algunos más, quizá.
Alimenté a la cachorra.
Corté el pasto, hice una torta, dormí hasta tarde, leí una novela.
Miré las fotos de todas las personas felices en las redes.
Lloré un poco de felicidad u un poco de tristeza: porque se murió mi perra, extraño a quienes no están, porque estamos al fin volviendo, porque te perdí otra vez y ya van tantas que no me acuerdo.
Saludé acá y allá.
Y recibí tantos mensajes, tantos que si fueran perlas podría hacerme un collar con varias vueltas, hasta uno que cayera sobre una espalda escotada como en un vestido de heroína de Scott Fitzgerald o de Bioy Casares.
A mí la gente que me escribe no me habla de inversiones ni de negocios, ni de cosas triviales o aburridas.
Me hablan de música y de proyectos delirantes y cautivadores, de una siesta con sexo, de un velorio solitario, de series de los 80, de animales que enferman, de los libros que están leyendo o de novelas rusas que viven o escriben; me hablan de recetas para dejar de fumar o para hacer budín de bananas con arándanos, de la impresión que les causa algo que yo escribí pero ya no me pertenece, de la Impunidad de los genocidas y de los saqueadores; del infierno dulce que es la familia, de sus grandes amores, de les hijes, de los viajes que les gustaría hacer si algún día tuvieran dinero como tienen otras personas que me escriben mientras se desplazan por puntos diversos del planeta.
Me hablan de eso y de pintura argentina, y de las películas de la Nouvelle Vague, de cómo era el racismo por dentro en los Estados Unidos de la década del 60; de rock y de trash y de lo rápido que se va la juventud y de los hermosos hombres que amé y me amaron alguna vez, y de un filósofo que me voló la cabeza pero no tanto como yo misma hubiera querido.
También hablo con viejos y nuevos amores y escucho en silencio la noche.
Tender is the night.
No.
No soy una heroína.
No hice ninguna revolución.
Apenas sobreviví.
Apenas alcé un poquito la voz y pagué un precio quizás demasiado alto para tan poco.
Algunas tardes voy a caminar o a correr y evito, dando un pequeño rodeo, pasar por la puerta de su casa en Tolosa pero no puedo evitar los recuerdos. Pienso que todavía está allí: quizás dando una clase, quizá escribiendo una nueva novela o tocando el piano. Quizás está haciendo el amor o regando las plantas, o buscando un libro en la biblioteca que ya no existe de la planta baja, o dándole de comer a los animales.
Lo imagino en la cocina de la planta alta, mientras arregla el mate (odiaría esa oración creo, preferiría que escriba té o café para escapar del.lugar común, pero la verdad es que tomamos mate) y me trata de sonsacar chismes de acá y de allá, como su yo tuviera algo importante que decirle.
No le diría que leo los poemas de D'árgelos y que me gustan, pero tal vez hablaríamos de mi padre y de Leda y María Elena, y algún rumor político de esos que circulan entre bambalinas, como en el teatro isabelino.
Como si estuviera vivo.
No, no soy valiente.
Me quedé ahí, en el gesto afectuoso al vernos, el chiste, la promesa de una futura conversación, no me animé a preguntarle por Stalingrado.
Y llegó la muerte, que siempre se adelanta.
O casi siempre.
Y pienso que tal vez una no se cansa de repetir los mismos errores, y desaprovechar las oportunidades.
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