lunes, 11 de noviembre de 2019

Escenas de primaveras y juegos de paisajes

"¿Con quién no jugamos al amor y la muerte?"
(Gilles Deleuze, Tres problemas de grupo, en La isla desierta y otros textos)



Con A nos entretuvimos en conversaciones que demoran el encuentro de los cuerpos. Afuera  se adivinan los horizontes bajos como cuadros de Molina Campos mientras cae la noche veraniega y sopla un viento que limpia. Suenan temas clásicos de rock nacional, las copas quedaron por ahí, los cuencos con frutas de estación y las tablas con quesos y fiambres son la tentación de las moscas y los perros que entran  y salen de la casa por las puertas y ventanas abiertas en los territorios sin miedo. Las ganas son como los libros de la biblioteca y los recuerdos de viajes, llegan adornadas por ornamentos de palabras, no son de pronto, no son de fuego, y ni siquiera cuando la Luna llena como en las películas se deja ver puedo entregarme a un romanticismo nocturno que ayudaría a ese breve amor.

Con B nos medimos, nos dijimos y contamos historias como si nos tocáramos o nos besáramos, y algunos ademanes y entonaciones son como lenguas deslizándose por las pieles y mordiendo justo en donde. 
B me habla de un libro y produce efectos performáticos, como si me susurrara y a veces como si me gritara, o como si gritara. Por eso cuando necesito paz tengo que poner a B y a los que son como B en modo silencio/distancia, porque en su hablar me envuelven, en su hablar me encienden y si es primavera me da por reír, pero en invierno la risa no siempre viene.
Peor que eso es cuando no me habla y me deja un repertorio de canciones tristes.
Permanece mudo, distante, y me voy olvidando de su existencia pero olvidó un guijarro que pincha  la planta de mi pie cuando camino plácidamente por ciertos lugares, y el pinchazo me recuerda que perdí algo u olvidé algo que me importaba.

Jean-Antoine Watteau - “Peregrinación a Citerea”
 (1717, óleo sobre lienzo, 129 x 194 cm, Museo del Louvre, París)
C monta una escena que me provoca celos. Juega a aparecer y desaparecer y se mezcla la música de una milonga con algo tropical y quiere hacerse el bueno pero no le sale. Hace comentarios y chistes desagradables y los adorna con gesticulaciones impostadas de un actor que exagera o no cree mucho en su papel. Por un rato me convence, capta mi atención, es mi lado morbo turbio que se auto flagela con su injuria reinterpretada como si no le alcanzara con tocar. Necesita ser visto, necesita estar en el centro de la escena. Yo lo miro y no veo nada, es como una vela que se apagó, hasta que introduce a los personajes femeninos y me provoca celos. No deseo, no ganas. Unos celos que vienen del pasado y la infancia, tal vez, que reeditan una escena reprimida o guardada. A la mañana siguiente me parece tan absurdo, no puedo recordar una sola conversación con él que me conmueva o despierte mi curiosidad. Si escribiera todas las palabras que me dijo no llegaría ni a un haiku.

(Alguien me pregunta si no me da miedo cuando escribo que alguien se sienta tocado, que los devotos de la literalidad se reconozcan y se ofendan y digo que no sé, que tal vez, pero de C no me preocupa porque nunca leerá nada de lo que yo escriba, y quizá nada de lo que valga la pena leer).

Están matando a Evo, a Assange, están matando pibes tras la cordillera, y de Sur a Norte y de Norte a Sur. Estamos muriendo, nos están matando, la vida es como una isla casi desierta  y yo solo quiero decir: esta noche, mañana, demos una vueltita, un paseo a Citerea, y que vos lo entiendas, y que vos seas acto, y que seamos un rato un paisaje de Watteau.

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