Estaba pensando en los hombres que me gustan ahora.
No son super héroes ni los clásicos neuróticos obsesivos de manual, ni los Narcisos que se prenden fuego cada vez que se miran en un nuevo espejo y saltan de una mujer a otra solo para no caer en el abismo del vacío (incapaces de amar), aunque tengan algunos rasgos así, por supuesto, después de todo, ninguna de las mujeres que quiero ni yo misma somos más ni menos que bellas y valientes neuróticas, heridas, humanas, loquitas.
Mis amigas dicen que solo me gustan los hombres bellos...
Y tienen razón y se equivocan.
Porque es cierto que me deleito en la belleza, y eso quizá ha sido mi perdición.
No he buscado tanto como me hubiera convenido seguridad, ni comprensión, ni confort, ni dinero, porque la belleza es la trampa donde vamos a morir colibríes, moscas, mariposas, serpientes, adanes, evas, libertarios, peronistas del goce y la justicia social, y las hijas del siglo hecho de guerras, amores apasionados y locos, literatura y rock.
A morir, y a renacer.
Pero no me gustan los hombres solo bellos o solo los hombres bellos. Que por añadidura un hombre inteligente y sensible sea bello, quién podría rechazarlo.
No sé.
¿Cómo explicar el efecto aterciopelado de un timbre de voz en mi epidemis? Cómo escribir del impacto de la suave noche hecha novela y canción, rasguido de guitarra y voz de tenor, río de deshielo que corre, jóvenes aventureros en selvas amazónicas o contienentes negros, militantes valientes de revoluciones perdidas, oleaje de mar rescatado de un poema de Rafael Alberti, un hombre lanzado en su tabla de surf al infinito, trazos que de la nada inventan belleza, y acordes que hacen mundos.
¡Ay, esos maravillosos hombres tan distintos a mí, tan extraños, cómo no amarlos, cómo no odiarlos!
La belleza de las manos que saben hacer obra, ¡oh!, es el amor que hace sucumbir.
Pero hemos madurado e incluso aprendido a no dar tantos espectáculos de los que podamos arrepentirnos.
Y entonces los hombres que me gustan ahora, lo poco que de eso yo sé (casi nada, el deseo es un misterio, oh que será que será), son esos capaces de no salir huyendo ante el miedo aterrador de una demanda de amor femenina.
Que no actúan según lo que creen que se espera de ellos, sino que participan de cierta empatía, y pueden acariciar un llanto o acompañar una risueña borrachera sin tanto melodrama ni prolijidad correcta.
Que conocen el poder de un abrazo sentido, ahí, poniendo el cuerpo y capaces de reírse, aunque nosotras hagamos, muertas de sed y de contradicciones, como un personaje de Visconti que dice: ¡andate, bruto! Mientras aferramos sus brazos.
Son los que pueden leer estas y otras palabras de mujeres, sin pensar que fueron escritas exclusivamente para sus pitos, que no hablan necesariamente de ellos aunque ellos estén en estas palabras, cómo están en el amor que les profesamos alguna vez o ahora o en el futuro; incluso, los que consideran la posibilidad permanente de que sus pitos (grandes, pequeños, medianos, hermosos, raros, gordos, finitos, feos) no sean el centro del universo.
Son los que se hacen cargo de sus hijos y lo disfrutan, son los que cuando escuchan hablar de cáncer u otras enfermedades serias a mujeres en sus vidas (madres de sus hijes, amigas, ex, amantes, novias, hermanas, madres, hijas) pueden sobreponerse a sus miedos y estar a la altura, acompañar, decir una palabra dulce, o hacer una broma, ocuparse de los hijos e hijas,
equivocarse y angustiarse, pero reparar, no lastimar sobre las heridas, leer entre líneas, quedarse.
Intentarlo.
Cuidar. Sin miedo a que ello signifique firmar una hipoteca o un pagaré que se pague con una libra de carne, sino más bien un gesto que nos permita seguir siendo humanos y no androides guiados por los algoritmos del deber ser tecnofílico.
Hacerse alguna pregunta acerca de la otra, tratar de ponerse en el lugar.
Decir algo que sea verdad, tomarse el trabajo de conocerse un poco para ello.
Mirarnos a los ojos, dar consuelo en lugar de desmaterializarse como una super nova tragada por un agujero negro o convertirse en una bola densa como una enana blanca vagando sin rumbo por galaxias lejanas.
Los hombres que me gustan, son como nosotras, los que al menos lo intentan.
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