Mi amigo P me cuenta varias historias de sus antepasados sicilianos.
Historias parecidas a las que tenemos muchos, pero a la vez singulares y únicas, de esas de las que estamos hechos todos y todas quienes venimos de los linajes perseguidos, inmigrantes, originarios de esta tierra conquistada a sangre y violaciones, o del viejo continente expulsivo de sus hijos e hijas más pobres, o más transgresores, valientes y cobardes, sedientos de poder y de gloria, o almas torturadas por crímenes imaginarios o reales.
Ninguna me conmueve tanto como la de la muchacha cuyo esposo se va a la guerra (aquella Primera, de la trincheras que tragan vidas y escupen despojos, que se secuestran hombres y devuelven locos y lisiados), y se enamora de otro hombre que vive en el pueblito de la otra colina al de ella.
Es un amor que arde y se enciende con el fuego romántico de la imposibilidad.
Se miran, se adivinan, se desean de colina a colina.
Pero es un amor que no puede consumarse, la ley y su obediencia se los impiden. El deber con el marido se acrecienta ante la idea de su retorno y la razón de su ausencia, sería una traición doble: al esposo y al soldado que defiende la patria.
No puedo dejar de imaginar a esta joven mujer así, en la colina, amando lo que no será, deseando lo imposible.
Siento pena por ella, y a la vez, sospecho que pocas vidas pueden ser tan vívidas como la de los amantes que se garantizan de este modo la intensidad de su deseo en esa, su eterna promesa y postergación.
Mi amigo P no me dice, ni yo pregunto, si el marido volvió de la guerra, como Mambrú.
Eso no importa en este relato.
Si fuera una pintura veríamos las colinas, en el medio el verde valle, y en cada cima las siluetas de los amantes que permanecen tan lejos y tan cerca.
Historias parecidas a las que tenemos muchos, pero a la vez singulares y únicas, de esas de las que estamos hechos todos y todas quienes venimos de los linajes perseguidos, inmigrantes, originarios de esta tierra conquistada a sangre y violaciones, o del viejo continente expulsivo de sus hijos e hijas más pobres, o más transgresores, valientes y cobardes, sedientos de poder y de gloria, o almas torturadas por crímenes imaginarios o reales.
Ninguna me conmueve tanto como la de la muchacha cuyo esposo se va a la guerra (aquella Primera, de la trincheras que tragan vidas y escupen despojos, que se secuestran hombres y devuelven locos y lisiados), y se enamora de otro hombre que vive en el pueblito de la otra colina al de ella.
Es un amor que arde y se enciende con el fuego romántico de la imposibilidad.
Se miran, se adivinan, se desean de colina a colina.
Pero es un amor que no puede consumarse, la ley y su obediencia se los impiden. El deber con el marido se acrecienta ante la idea de su retorno y la razón de su ausencia, sería una traición doble: al esposo y al soldado que defiende la patria.
No puedo dejar de imaginar a esta joven mujer así, en la colina, amando lo que no será, deseando lo imposible.
Siento pena por ella, y a la vez, sospecho que pocas vidas pueden ser tan vívidas como la de los amantes que se garantizan de este modo la intensidad de su deseo en esa, su eterna promesa y postergación.
Mi amigo P no me dice, ni yo pregunto, si el marido volvió de la guerra, como Mambrú.
Eso no importa en este relato.
Si fuera una pintura veríamos las colinas, en el medio el verde valle, y en cada cima las siluetas de los amantes que permanecen tan lejos y tan cerca.
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