Se moría de celos y veía detrás de cada foto la historia de una rivalidad, escuchaba como fondo de cada silencio los diálogos de un amor furtivo que culminaba con trombones y platillos.
Si él no daba señales de vida seguro estaba con "ella" ("ella" siempre era más linda, más joven, más interesante, más sensual. Cautivadora como una actriz de Hollywood, irresistible como una diva de los años 40, poseedora de un misterio atrapante, dueña de una sonrisa hipnotizadora a la que sucumbían todos los hombres).
Clarence Sinclair Bull, retrato de Greta Garbo en The Kiss, dirigida por Jacques Feyder, 1929. Fuente |
Ella era apenas un reflejo, una sombra del deseo de él, siempre puesto en otra, siempre inencarnable.
Atrapada en la trampa de su orgullo herido, le decía frases horribles, se reía cuando quería estar seria, hacia bromas nerviosas como una chiquilina, se mostraba distante y superada cuando por dentro temblaba de miedo.
De perderlo.
(Incluso apenas segundos después de recibir su besos suaves en la nuca, un murmullo que la dejaba con más ganas, la incompletud adivinada en el amante que se irá inexorablemente).
Al final siempre era lo mismo, con él.
Perderlo y reencontrarlo, volver a perderlo, imaginarlo siempre ajeno, olvidarlo.
Volver a evocarlo.
Se moría de celos y él, ni enterado, como siempre, lejano en su inexpugnable silencio.
Distantes, sobre los edificios de la ciudad contaminada, las nubes rojizas de la tarde mezcladas con el esmog y los recuerdos.
Y la música del nuevo adiós sonando en su cabeza.
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