martes, 21 de diciembre de 2021

Nos fuimos viendo envejecer


 Nos fuimos viendo envejecer, pero eso, eso no es nada.

Nos vimos ir muriendo, pero eso, aunque es algo, claramente es algo, no es lo mismo que sus últimos suspiros en la noche, el olor a miedo, el olor a muerte (la muerte huele mal y no es blanca ni limpia como en aquellas canciones, en esos viejos romances, como los glaciares).
Tomé su mano y no sabía, pero después supe y después tomé otra mano y otra más.
Te vi hundida en la almohada, con esa mirada que apenas pude sostener porque era como si me pidieras una postergación, una certeza, como si yo pudiera prometerte más tiempo de este lado y apenas pude acercarte una amiga aliviadora de dolores y una canción grabada especialmente para vos por un cantante que te despertaba un poquito mientras ya empezabas a cruzar ese umbral que nadie sabe.
He sido estúpida. He dejado escapar la vida ocupada en el trabajo de las horas y los días y el esfuerzo que se pierde en la hoguera de las vanidades y alimenta cuentas bancarias de quienes no creen en nada pero saben simular todo lo que hace falta en la escena de esta comedia trágica. De esta tragedia.
No sé si llegaste a saberlo pero yo creo que sí. Los hijos a veces duelen como un edificio que se derrumba sobre nuestra espalda y nuestro pecho al mismo tiempo, los hijos que no fueron y acunamos en sueños también, pero de otro modo. Son como promesas escapadas de una jaula , promesas de que podríamos haber hecho las cosas menos mal.
Duelen mientras las gotas caen en la sonda y el calmante te va adormeciendo y sabés que no podrás protegerlos y te ahoga ese nudo de haber hecho casi todo mal y ya no poder repararlo porque el fin.
Nos fuimos perdiendo.
(Acá no faltará quien me dirá que no sea tan trágica y que la vida es bella y que mirá todo lo que tenés y eso y vos no te vas a poner a discutir porque no se trata de eso y cada quien carga sus muertos y las muertes como va pudiendo che).
Te vi desde la plaza y estabas encorvado y gordo, desplegando tu plumaje como siempre frente a una mujer con un pantalón blanco, y sentí, ya era hora, que era un alivio que no me hubieras querido más que como querés vos a las mujeres, como decorados o como escudos protectores de esos fantasmas que te acechan en la noche, que te vienen de adentro.
Te usa, te utiliza, no le interesás, me decían mis amigas. Y vos querías saber qué decían mis amigas (nunca te dije) porque no era yo, sino lo que se iba a decir de vos lo que te interesaba como le ocurre a las pavas y pavos reales, sobre todo cuando sus plumajes empiezan a decaer y se va haciendo evidente que no son aves que puedan volar. Animales seductores, mientras no se los vea con frecuencia. Animales que pueden picotearte un ojo, enemigos del esfuerzo, enemigos de la compasión, amigos de los espejos, animales de los que hay que mantenerse a salvo.
Quizá todos queremos que alguien nos cuide del asedio de esos fantasmas, que alguien nos abrace cuando llega el llanto por los muertos que estamos duelando y por los vivos que no nos quieren aunque daríamos (y demos) la vida por ellos. Que alguien nos abrace en la noche como si no estuviéramos envejeciendo, o precisamente por eso, que alguien nos abrace en la noche, y aleje por un instante el cortejo de muertes y de injusticias y miedos que nos doblan la espalda, mientras navegamos entre los témpanos milenarios.

No hay comentarios: