Este post está dedicado especialmente a la sabia Felicitas.
"La ambición de propósitos puede ser reprobable en muchos campos de actividad, no en la literatura. La literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización", escribe Italo Calvino en el capítulo "Multiplicidad" de sus Seis propuestas para el próximo milenio, (1990), lo que me lleva a asociarlo con un libro que compré hace poco y todavía no he terminado de G. Steiner, Los libros que nunca he escrito (2008).
Como es mi costumbre, me fui por las ramas. Las frustraciones y fracasos que supone el riesgo del hacer (escribir, en este caso, pero creo que puede ser válido para otras cosas) tienen sus particularidades y a veces nos envenenan la vida como esas bacterias que una vez radicadas en el organismo son indestructibles y van dañando de a poco pero sin pausa.
Basta con obrar, (gestionar, el oikónomos, diría Agamben si lo forzamos un poco) para equivocarse, no alcanzar las expectativas, desilusionarse.
¿Pero qué ocurre, no ya con los libros que no escribimos, sino con los deseos a los que no nos atrevemos, por ambiciosos, irrealizables o por simple cobardía?
Una de las ventajas de la madurez (aunque no sepa muy bien qué es eso exactamente) es que uno va a aprendiendo un poco más a renunciar a lo superfluo y se concentra un poco más en emprender esas desmesuradas obras que son, creo que para todos los seres humanos, los intentos de hacer lo que deseamos, aun cuando sepamos que nos aguarda, al final y siempre, la posibilidad del fracaso.
Porque, como le comentan al propio Steiner en una entrevista acerca de su último libro, "Había una pintada en Ecuador que decía: 'Cuando por fin teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas'.
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