Estoy enferma y no voy casi a ningún lado. Apenas veo las redes.
Solo de a poco, muy lento, retomo algunas obligaciones laborales.
Al principio, arrasada por la fiebre, no podía ni leer, ni mirar series o películas.
Duchas, antibióticos, antifebriles, sueros, hospitales, pinchazos, revisaciones, enfermeras, médicos, médicas, salas de espera, tecnologías de diagnóstico.
Una rutina alienada.
Ya no somos quienes somos, apenas cuerpos enfermos deseando que cesen algunos de estos nuevos síntomas.
Y dormir.
En los pocos momentos de lucidez, intentamos organizar quién nos reemplace en las responsabilidades laborales y, sobre todo, en las familiares de cuidado de otros. Y todo lo doméstico.
Después, nos resignamos a no estar y que las cosas sigan su propio curso.
Las enfermedades nos ponen, de algún modo, más del lado de los muertos.
Mirando la vida como algo ajeno, que le sucede a otros.
Mucho más frágil de lo que solemos creer.
Mucho más bella de lo que solemos apreciar.
Pero agotadora.
Hay quienes se ofenden porque no les contestamos.
Tenemos tantos trabajos y demandas que cada día se acumulan miles de mensajes que no tenemos fuerza para revisar.
Si estuviéramos muertas alguien resolvería todo eso.
Es una época rara, los medios por los que nos comunicamos a diario son tan invasivos, la privacidad es un recuerdo del pasado, que resulta casi imposible descansar sin dar explicaciones.
No ya a lxs íntimos o a quienes elegimos para eso, sino q una increíble cantidad de personas así lo exigen.
La muerte debe ser una especie de liberación, pensamos, mientras nos aferramos con uñas y dientes a cualquier síntoma de alivio porque no tenemos ninguna fantasía mórbida.
Son solo reflexiones.
Entendemos a quienes se cansan.
Si ocho días de fiebre nos mandan al planeta de los inválidos sin ánimo alguno, ¿cómo no comprender el cansancio de quienes agonizan largamente hasta que un día dicen basta para mí?
A esta altura ya tenemos unas cuantas enfermedades y dolencias que fueron llegando para quedarse, y realmente sentimos añoranza de esos momentos en que nuestro cuerpo funciona como milagro de energía y bienestar.
A esta altura, sabemos que
hay dos clases de personas: las que acompañamos y vimos morir a otras y las que no.
Hay gente que tiene más suerte. No es la primera que llega a lugares de accidentados, no recibe el último estertor de un familiar o una amiga, llega más tarde o justo se ha ido en el momento.
Otros hacen de acompañar el dolor de los enfermos y moribundos una profesión. No sé si se acostumbran, pero tienen un saber y saben cuidar. Benditxs sean.
Las enfermedades son umbrales. Las pasamos y dejamos atrás lo que muere con ellas.
A veces nos autocompadecemos (¿por qué a mí? ¿Por qué otra enfermedad más? ¿No es suficiente todo lo que tuve/tengo?); otras la neurosis nos lleva a la culpa, la enfermedad como culpa, síntoma emergente del discurso meriticrático. Se enferma porque quiere, porque tiene pensamientos negativos, por que se estresa mucho y bla bla.
La enfermedad puede ser un naufragio, pero con bote salvavidas.
Arrojamos como lastre lo superfluo, y con la fiebre eliminamos bacterias y malos recuerdos.
Es tan estúpido tragarse como certeza tranquilizadora el discurso de la ciencia positivista como confundir psicoanálisis con clishés psicologistas.
Es tan estúpido ignorar que trabajar hasta la extenuación no es siempre un síntoma neurótico de burgueses urbanos siglo XX, sino la condición de exploración de lxs trabajadorxs en el capitalismo, como explicó uno que algo de esto sabía hace ya unos cuantos años.
Es tan estúpido hundirse solo, como no escuchar la calidez lúcida, a la vez que frágil, de amigas como N, que sabe de estar en esa soledad angustiante de la enfermedad crónica que no siempre encuentra un lenguaje que haga escucha en otrx, y no sea apenas eco que repite y amplifica los miedos. Miedo al dolor, pero sobre todo, miedo a esa incomprensión que puede hacer retornar a toda enfermo/a al lugar del leprosx, aislado, solo.
A veces solamente hay que observar un pájaro feliz, dejar a un lado la ansiedad y echarse a dormir.
caprichos de palabras y colores para navegantes... "La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas". (G. Flaubert). Mis libros de narrativa publicados: la novela Último verano en Stalingrado (Grupo Editorial Sur, 2014); Alma rusa (Edulp, 2020, crónicas) y Yegua (Cuero, 2021, cuentos)
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sábado, 11 de mayo de 2019
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