"Al escribir la biografía de un amigo,
hay que hacerlo como si estuvieras vengándole."
hay que hacerlo como si estuvieras vengándole."
(Flaubert, carta a Ernest Feydeau, 1872).*
Me gusta la fuerza de esa afirmación, sostenida a su vez por la fuerza de la escritura de alguien que hizo de ésta una vida, una pasión, una causa.
Así los recuerdo.
Me gusta y me hace pensar, en las biografías que vamos escribiendo de a poco, esas de los amigos y amigas que se fueron antes que nosotros, esos y esas a los que les rendimos humilde homenaje, hablando de ellos, escribiendo de ellos, organizándoles los rituales que nos permiten seguir calentando nuestra vida con sus latidos y potencias, esos que nos dejan con las ganas de innumerables momentos, sobre todo, conversaciones, preguntas, luminosas sonrisas.
Esos con los que nuestras diferencias no necesitaban esconderse, incluso, esas de perros y gatos, o gatas y perras.
Porque siempre, de un modo u otro, llegaba el momento del encuentro, el que permite desandar las heridas, los enojos, y relajarnos como si durmiéramos una siesta al sol, sabiendo que podemos darles la espalda con absoluta confianza (como Maga y Loba lo hacen en la foto).
Esos amigos que extrañamos y con los cuales los simulacros que la vida vincular a veces impone, parecían obligarnos a formatos de relaciones como si en vez de humanos fuéramos alienigenas, de tan ajenas. Y resistimos, y siempre pudimos recuperar humanidad, con sus oscuridades, pero sobre todo, con sus luces.
Es cierto que la muerte no termina con las relaciones, la charla sigue, la alegría retorna incluso, en medio de la desesperada frialdad de la ausencia.
Es cierto que los que se van saben y ven cosas que nosotros ignoramos, y tal vez siguen la tertulia desde allá, mientras circula la palabra de esa novela que nos conecta a ellos dos, por caso, con nosotros hoy, esta tarde, en una biblioteca, en una ciudad misteriosa que supimos andar juntos.
Y en eso, haciendo cuentas de cosas incalculables, que no pueden mensurarse pero aún así, enumero, me doy por hecha.
Es cierto que duele el dolor de no tenerlos, pero qué dicha haber sido parte de su vida, que lo hayan sido de la mía, abrigos en invierno, frescor en le verano, preguntas clavadas en las certezas, como puñales que duelen, pero obligan a pensar...Libros de John Berger, de Ranciére, de Baricco, poemas de Nicanor Parra, también teologías del absurdo ateo, y filosofías materialistas del creyente obstinado (y claro que será una obviedad, también de Foucault, de Lacan, pero no salgamos del código, la señal de identidad y pertenencia, de mirarnos sin necesidad de decir más nada).
También como brisa suave, nos pasan cerca otras pérdidas. Nacidas de cobardes traiciones, tramadas en las sombras de quienes prefieren las cuevas húmedas y oscuras, esconder la mierda debajo de la mierda, y escapar cuando el olor los delata.
Brisa que se va y nos deja, pasados el llanto y la desilusión, livianas. Ahí, al fin somos libres.
Cayeron las caretas, vimos el abismo, caímos en la madriguera, y le dimos la espalda.
Se nos gastó el calzado, es cierto, de tanto andar cuesta arriba, a pura tracción a sangre, como a Harold Fry en su insólito peregrinaje (que me quedé sin pasarles, que al final no leyeron y no pudimos comentar, ¡puta madre!)**
Libres y decididos, para recordar a nuestros amigos y amigas muertos, amados por siempre.
Libres para olvidar a los que aún vivos, eligieron para nosotros la muerte.
Y hay la enfermedad, y el dolor, el dolor y la muerte, el ciclo del eterno retorno...
Y el goce auto complaciente del doler que duele por un dolor que no existe, y que no se conmueve ante el dolor genuino, sino que lo usa y lo aplasta, y lo aprovecha, como si nunca se fuera a descubrir el engaño.
Hasta que eso sucede.
Y está la vida que llama, siempre llama, siempre late, incluso, cuando late solo en quienes nombramos a los que ya no responden.
Y así seguimos, tracción a sangre,
* Citado por Barnes, Julian en El loro de Flaubert, Anagrama 1994.
** Joyce, Rachel, El insólito peregrinaje de Harold Fry, Salamandra, 2012.
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