"Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación, no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber."
Así comienza "Las pequeñas virtudes", en el libro homónimo (Ed. Acantilado, BsAs, 2002), de Natalia Ginzburg, que es uno de mis capítulos preferidos. Cada vez que lo leo tiene algo nuevo que decirme, me parece que llega cada palabra y razonamiento para ponerle algo de luz a oscuras tribulaciones, el texto se vuelve empático con mis experiencias y conversaciones recientes (tal vez por eso cada tanto lo busco en la biblioteca, habita mi interior y me recuerda que lo que sea que yo esté pensando de la hipocresía y simulación que desplegamos los adultos incluso en nuestras relaciones más íntimas ha sido por ella ya narrado de manera impecable.
Entonces, cuando hablamos con F y C, con A, en estos días, de cómo el dinero (como ancla que cae de golpe con todo el peso de los hechos, más allá de los discursos con los que justificamos todos nuestros haceres) empieza a crear fronteras en los mundos que alguna vez compartimos (con personas amadas de la familia, amigos), del dolor que esto causa pues sabemos que hace dinero quien se va convirtiendo en ese hacer, sabemos que el dinero nunca es el dinero solamente y que para hacerlo, más en el mundo contemporáneo quizá que nunca antes, hay que convertirse en seres hacedores de dinero. "Porque el dinero, cuanto más tiempo pasa, más sucio es."Es sucio y envilece en especial a los que han alguna vez intentado otros recorridos. Con quienes alguna vez, quizá en la adolescencia y la juventud, nos sentimos partícipes de la misma aventura, los esfuerzos por ser y saber, el desprecio por las formas degradas del "éxito" . Quienes vienen de familias adineradas, quienes se han criado y permanecido en la ética de los comerciantes, por ejemplo, no se envilecen del mismo modo que quienes apuestan al cinismo. Tampoco hablo acá de quienes han padecido privaciones materiales, han sufrido hambre, conocen los dolores de la pobreza.
Hay que evitar, sugiere Ginzburg, que nuestros hijos se aficionen al dinero, que vean en el dinero algo más o distinto a lo que el dinero es, siempre expresión de la injusticia del sistema.
Conocemos personas educadas, que alguna vez analizaron e intentaron comprender el mundo circundante con herramientas del marxismo, la ética humanista, la generosidad cristiana, la tolerancia del budismo, y que luego se van embruteciendo, que llegan a creer que merecen el dinero que ganan (¿olvidan que la riqueza material no se distribuye de acuerdo a ningún merecimiento o justifican la culpa que puede provocarles su situación privilegiada?¿). Se ponen horribles.
La gente que no ha simulado sus deseos de tener dinero, que se ha dedicado a eso abiertamente y sin simulacros, puede (y suele) ser mucho más agradable. Saben que el dinero es sucio e injusto entonces, pueden comportarse con generosidades o egoísmos, pero no con cinismos, exhibicionismos o miedos. Pueden seguir disfrutando de los beneficios materiales del dinero sin renunciar por eso a sus parientes o amigos menos afortunados, pueden compartir con ellos algunos placeres del confort material, discutir abiertamente, exponer sus condiciones materiales.
Las otras, obligadas por su contradicción fundante al disimulo y al cinismo, me empiezan a parecer simulacros, hologramas y proyecciones deformadas de seres que vaya a saber a dónde quedaron boyando. "Esto ocurre en parte porque los ricos suelen ser avaros y porque se creen pobres" (dice NG), entonces, quieren hacer creer a sus hijos que viven con costumbres sencillas, pero el dinero habla en cada rincón de la casa con su lenguaje inconfundible" y para honrar a ese dios tan exigente, los ricos más estúpidos andan por ahí con un abrigo viejo o comprando libros de segunda mano para la escuela de sus hijos, a veces criticando las medidas menos "progresistas" del gobierno (esto último en general con ceños fruncidos, denunciando indignados la pobreza, la corrupción y la injusticia, mientras cenan con amigos en casas lujosas, con vinos carísimos, en vacaciones eternas, con contenidos discursivos propios de las izquierdas liberales argentinas, etc) como si de ese modo ocultaran la contradicción de vivir en, por y para el dinero (y el éxito burgués, bajo modalidades más "glamorosas" vinculadas al "éxito" académico y/o profesional).
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