Durante una charla, la otra tarde, con L., recuerdo un libro muy curioso que leí hace unos años, Cómo cambiar tu vida con Proust (de Botton, Alain, Ed. Grupo Zeta, España, 1998). La estructura del libro de Botton es la de un clásico del género de autoayuda y con ese formato aborda este ensayo de crítica literaria y algo más.
En la época en que lo leí estaba realmente enferma con Proust, con la lectura de En busca del tiempo perdido y con todo lo demás que pudiera encontrar de Proust y acerca de Proust.
El mundo de Marcel se me había metido en el cuerpo y andaba por la vida descubriendo a madames Verdurin, monsieres Charlus, de Bloches, Albertinas, Gilbertas, Saint Loupes y Swannes por todas partes.
Me parecía que había surgido en el territorio de mis relaciones posibles un límite definitivo y definitorio entre quienes habían leído a Proust y quienes podían, (todavía) no sé cómo, vivir ajenos a esa experiencia. Sentía una mezcla de pena por ellos y una sensación de distancia que me ahogaba. No entendían la gracia de pronunciar ciertas frases hechas, ni todas las posibilidades creativas con las que las dolorosas experiencias del amor traicionado y los celos nos proponen. ¿Cómo actuarían frente a la encrucijada que a todos algunas vez se nos presenta entre tomar el camino de Swan o Méséglise o bien optar por el de Guermantes? ¿Qué harían/haríamos? Aventurarnos, obedeciendo a nuestro deseo por el prometedor sendero de lo desconocido, venciendo al mismo tiempo a nuestros temores o bien dejarnos tentar por pequeños placeres ya probados, aún a riesgo de aburrirnos pero sin exponernos a mayores peligros...
Como le ocurrió en su momento a Virginia Woolf, la lectura de Proust también abrió bajo mis pies un abismo (frase que suscitaría cierta sonrisa condescendiente de un Proust que la escuchara en boca de Francoise, por ejemplo): ¿qué sentido tenía intentar escribir después de que alguien lo hubiera hecho como él? Al mismo tiempo que esa excitación tan estimulante de escribir que provoca su lectura. La Woolf, luego de lamentarse, le escribe a Roger Fry, en 1919, al respecto: "Hay que dejar el libro al lado y respirar hondo."(Botton, 1997 :205).
¿Mejor seguir el camino de Swan y quedarme en los placeres de la lectura, y resguardar la escritura en la más anónima intimidad?¿Mejor no asumir los riesgos que, tanto en la vida social como en la exposición de la palabra escrita supone el juicio ajeno? Llevar el deseo a su grado máximo de perversión: el mero goce que nunca se atreve. Y el regodeo en el sufrimiento que implica esa renuncia que, aún así, no deja de tener sus amargas dulzuras .
Afortunadamente la novela no terminó con Proust. Aun así, sigue pareciéndome imposible que alguien que quiera escribir narrativa pueda eludir su lectura sin renunciar al mismo tiempo a uno de los mundos literarios más estimulantes, amables y perfectos que existen. Resignarse a un mundo en el cual la negligencia apague el deseo de escribir y de leer, como ocurre con otros deseos, y en el que llegamos a olvidar que "todo el arte de vivir consiste en aprovechar a los individuos a través de los cuales sufrimos" y que "los pesares y tristezas, en el momento en que se transforman en ideas, pierden parte del poder que tiene de destrozarnos el corazón", como diría el propio Proust.El propio autor, de Botton, se plantea este dilema en el capítulo "Cómo dejar un libro a medias". Y nos ofrece, cual moraleja, una cita del propio Proust en la que se refiere a Ruskin: "Erigir la lectura en disciplina es conceder un papel demasiado grande a lo que no es más que una iniciación. La lectura se halla en el umbral de la vida espiritual, puede introducirnos en ella pero no la constituye."
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