miércoles, 25 de noviembre de 2020

Esa tarde van a hacerme un aborto

Esa tarde van a hacerme un aborto. Tengo 18 años recién cumplidos y no demasiada experiencia con lo clandestino, con el sexo y con la muerte. 
No se pronuncia la palabra. No se explica en qué consiste bien el procedimiento. No hay pastillas ni inductores involucrados, se dice "intervención", "raspado", "legrado". Nunca estuve en un quirófano, nunca me dieron anestesia total, nunca imaginé que me pasaría eso con un DIU. 
Y de pronto, en un consultorio clandestino, dejo atrás la adolescencia con un par de bisturíes y un sueño que me lleva a una adultez impuesta para la que no estoy preparada pero acepto. 
No puedo hablarlo con nadie, casi nadie. Por suerte, mi madre. Por suerte, mi médica que me deriva a un antro no tan antro, a ver a una abortera a la que ya apalabró. Mi madre junta la plata, pide prestado a una amiga, a un par de amigas, eso lo sabré muchos pero muchos años después, y a medias. Mi amiga, mi novio, y ya. En la camilla estoy sola frente a una extraña con mi miedo, con la culpa, con una angustia a la que tardaré años en poder nombrar. Llevo un tiempo militando el tema, como se lo milita en esa época: entre murmullos, como se habla de sexo, entre susurros, para evitar que te cataloguen de puta o te acusen de que te lo merecés o que te digan que si te gustó cuando abriste las piernas te la banques ahora. 
Soy flaquita y débil como una varilla de río, pero voy a la facultad pensando que todos me miran y se dan cuenta que estoy embarazada y que no voy a tenerlo. 
Me hago preguntas, muchas preguntas, sobre el futuro, preguntas éticas, preguntas políticas, preguntas religiosas, preguntas sobre la maternidad, sobre el amor, preguntas desesperadas que no expreso en voz alta. Todas esas preguntas van a quedar guardadas, van a formar parte de mi torrente sanguíneo, de algún que otro trastorno alimentario y de los ovarios, de las dificultades posteriores en el vínculo con mi madre, con mis hermanxs, con mi padre que no sabe pero un día, años después, prácticamente me hace confesar y llora, y al poco tiempo muere sin que hayamos podido hablar del asunto. Siento que no me castiga, si no que lamenta no haberme podido cuidar, pero también puede ser que me reproche con esos ojos de desesperanza con los que me mira cuando, aun sin decirlo, se lo digo. 

El procedimiento es invasivo y el pos operatorio es algo doloroso. Contracciones, espasmos, sangrados de varios días. No me quejo, la culpa no me deja. Me quedo un día en cama, en la casa está solo mi madre, me acuesto con una bolsa de hielo sobre el vientre, lloro y lloro sin que nadie lo note. En mi familia el protagonismo no me está reservado, y menos si es por algo así, así que a callar y a seguir. 
Mi novio es apenas mayor que yo y no sabe muy bien cómo ayudarme. Al poco tiempo rompemos. Muchas cosas se van a ir rompiendo después. 
Mi amiga me acompaña y me contiene. Será el comienzo de una serie de acompañamientos parecidos, que irán rotando. En el peor momento aparece un amigo con mirada acusatoria, sospecha, ¿sabe? Además de puta soy asesina. Puta y asesina. Escucho a amigas, a hermana, condenar enérgicamente el aborto, escucho calificar a las mujeres que abortan: ignorantes, irresponsables, putas, asesinas. La gama de calificativos varía, pero en general, casi siempre incluye puta y asesina. De los padres no se habla.
Los padres son hombres, están a salvo, a resguardo, no abren las piernas ni se embarazan. 

Mi silencio me protege de la condena, pero también me daña, me encarcela. Madre me acompañó y ayudó, pero sabe mal de palabras de consuelo. Ya está, ahora, parece decir, estás por la tuya, ya sos grande. Casi una madre, una madre que eligió no serlo. ya no sos hija. 
Nadie me preguntó si lo deseaba. 

El fantasma me acompaña y me persigue, hago cuentas: calculo la edad que tendría ese hijo o hija, aunque digo que es tema superado, pero cada vez que le pasa a otra, trato de estar, de acompañar, de poner el cuerpo porque aunque todas lo vivamos distinto a todas nos marca. O a casi todas. Solas y en silencio, es todo peor. Y no somos pobres, si encima fuéramos pobres, qué desierto, qué desolación. 

Muertes, muchas muertes. Pibas y no tan pibas, madres que mueren dejando a sus hijos, solas  en la clandestinidad.

En la facultad, en el trabajo, escucho muchas estupideces. Defiendo la causa pero no hablo de mí. Milito, pero no cuento. La culpa teje una mantilla que me persigue en mi embarazo siguiente, años después, deseado y lleno de expectativas....Y miedos. Como si el destino me la fuera a cobrar. 
Milito a veces cuerpo a cuerpo. Escucho cosas horrendas de personas que quiero y me rodean, duelen, y si alguna vez hablo de mí, todo empeora. Pero de a poco, voy encontrado los "yo también", "yo de este modo", "yo me hice dos"...Y así. Pasan los años. Algunos dedos acusadores mutan en abrazos, o al menos, bajan del pedestal. Algunos dedos que jugaban a profundizar llagas se embanderan de verde y aunque no dicen, ni reconocen, ni se disculpan, ya no lastiman. Se empieza a hacer más y más visible. Nos vamos sumando, nos vamos poniendo verdes, nos vamos dando cuenta de que somos muchas, que no estamos solas, que desde los tiempos inmemoriales, que no es justo, que no queremos que otras pasen por lo que pasamos, ni por cosas mucho peores. 

En 2011 escucho por primera vez a una diputada de la Nación decir en un acto en la Plaza de los Dos Congresos: "Yo me hice un aborto", en primera persona. Ese día, empecé a ser más libre. Ese día empezamos a serlo todas. 
#QueSeaLey


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