miércoles, 30 de enero de 2019

Un poco de paraíso

(publicada en fanpage Facebook 15/1/2019)

Me estaba curando.
De una enfermedad, o de varias. También de un hombre.
No de un amor, porque aunque el amor también duele, aunque el deseo arde hasta enfermar cuando no es correspondido, no era eso.
Era de un hombre en particular.
La gente me decía: pero qué bien se te ve, y qué linda estás, y qué rejuvenecida.
Y yo apretaba en la cartera las recetas de medicamentos, los resultados de laboratorios, lo autobiográfico y sus derivas ficcionales en estas escrituras.
Sobre todo la angustia.
La muerte y sus merodeos.
Vos tenés que poner menos el cuerpo, me advertían. Amigxs, astróloga, médicxs.
Sí sí, decía yo. Pero nunca entendía qué exactamente me estaban pidiendo.
A veces, en el diván, alguna verdad intentaba subir a la superficie. Algo de mí.
Podía entender que me sugirieran trabajar menos, hacer más deportes, más tiempo de placer, de descanso, de atender la salud.
Pero poner menos el cuerpo era como si dijeran que fuera otra.
Amar menos.
Reír menos.
Leer menos.
Ser menos madre, hija, tía, hermana, ex, amiga.
Bailar menos.
Coger menos.
Comer menos.
Marchar menos.
Pintar menos.
Limpiar menos (ahí sí que entiendo y te doy cien likes).
Cocinar menos.
Preparar menos las clases.
Dibujar menos.
Estudiar menos.
Escribir menos.
Ver menos series.
Conversar menos.
Viajar menos.
Militar menos.
Besar menos.
Escuchar menos música.
Nadar menos.
Correr menos.
Abandonar la bicicleta, la jardinería, la huerta, la escritura, los paseos.
Escribir es poner el cuerpo.
Bah, la verdad es que a veces lo entendía.
Me quedaba tirada en la arena, pasto, tierra, la noche boca arriba, una copa de vino, unas flores del bien.
No era poner menos el cuerpo.
Era ponerlo distinto.
Andaba varios días descalza, cerca de niñxs y jóvenes, árboles, amimales sueltos y libres, espinos de Proust y horizontes de Molina Campos y Martínez Estrada y el cuerpo se me iba descontracturando.
Qué bien se te ve, me decían.
Pero no cuando me cruzaba con alguien después de unas horas de amor, con esa expresión que es mejor que cualquier maquillaje y cualquier droga, sino cuando había pasado horas sin dormir pensando en la salud de lxs que quiero, cómo pagar las cuentas, dolores de enfermedades, decisiones laborales pendientes, el infierno de este gobierno y este país de injurias e injusticias hambrientas, y etcétera.
Cada cual ve lo que quiere o lo que puede.
Me estaba curando de un hombre de esos que laceran, que lastiman, quizá porque no puede evitarlo, quizá por puro goce.
Me curaba de mi, de mi empecinamiento, de haber sentido esa urgencia de manual de la histeria del siglo pasado por alguien que nunca quiso conmigo nada. Justamente.
De tener que fingir por cálculo (siempre errado, como toda estrategia amorosa, irremediablemente condenada al fracaso) que no me importaba lo que me estaba asfixiando: la foto de su amor tierno y compañero, deseante y admirativo, con la novia que afirmaba no tener.
La imagen que te excluye (del amor) y a la vez te enseña tu deseo, porque hasta ese momento podías jurar que vos también solo querías sexo y nada más.
Las Palabras (poema, declaración, misma canción) con las que el seductor showman conquista en el escenario de un shakespearismo devaluado por las redes sociales, pero igualmente teatral. Y eficaz.
Su mano abrazándolo, descansando en el pecho, peor que la mirada de él juntándose con la de ella en una diagonal como de cuadro barroco pero con más luz.
Las amigas que aconsejan seguir el mismo simulacro, fingir que no querés, que te resulta indiferente, que lo tuyo con él es solo cuerpos. Porque es mostrarse débil y si te percibe débil, te hará más daño. O peor, si se da cuenta del tamaño de tu deseo, te lo hará parir con dolor.
Como si el alma y el corazón, sublimes o devaluadas metáforas, no fueran cuerpo. Como si la sangre que anuncia problemas al salir él de tu cuerpo, no fuera alma.
Como si esa última vez (que entonces no sabías que sería la última) no hubieras sentido por primera vez con él lo que sentiste al mirarte en sus ojos mirándote.
La añoranza de un recuerdo magnificado por el cachetazo de la mentira negadora, ese de los chat y las invitaciones persistentes, ambiguas para vos, directas para él, que vienen a decir que no es todo autoengaño, que hubo de su parte alguna vez un deseo de vos.
Y no importa decir porque ya no hay temor al poder que le de mi confesión, si alguna vez supiera lo que ya sabe, de lo que ya hizo uso, lo que ya perdió. Ya no tiene poder sobre mí y mi voz vuela sin medir consecuencias.
Y queda esa certeza de haber escapado a tiempo, de alguien tan oscuro como una noche sin luna, incapaz de un gesto de afecto hacia quien ha causado un daño consciente mientras juega el juego del superhéroe y el looser a la vez, usándonos como piezas de ajedrez.
Lo siento, acabo de coronar a este peón. Ahora soy reina.
Pero qué linda estás, vos debés estar en algo, dice la voz del machismo que no cree que liberarse un poco de la culpa y otros pesares pueda hacernos ver más relajadas a pesar de los tratamientos y violencias, ¿o es la voz de quien reconoce que a nosotras la mirada del Otro deseante nos enciende?
El deseo es el deseo del Otro, y claro, no de otros.
Pero no vamos por ahí detallando resultados de laboratorios ni insomnios de desamores.
Dice el poeta que si mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar, y nombradla capitana de un barco de guerra.
Lo dice más lindo.
Mi voz es tanto mía como de otras historias que se cuentan por medio de ella. Acá está, para quien la quiera. Pero debe quererla.
Y fue el mar, siempre es el mar, el que realmente cura.
No fue el sexo improvisado para eliminar su recuerdo, ni eliminarlo de las pantallas para no ver más su romance promocionado.
Fue el mar, y el campo.
(Y escuchar música con vos, también.)
Así que en el mar, hundiendo la cabeza bajo la ola, flotando, dejándome llevar, comprendiendo mi pequeñez una vez más, aún en la persistencia de algunos dolores, me sentí sanada de ese hombre.
Su marca, que intenté borrar con otras marcas, por fin allí. Quedará como una cicatriz, ni hay que intentar borrarla. Se irá desdibujando sola. Casi ha desaparecido.
Allí, en el mar.
Pienso al fin en otro abrazo y una sonrisa.
Ranchadas improvisadas donde se comparte comida, guitarreada, canciones, política, abriendo.
Limpiando la sangre, dejando drenar heridas.
Y sí, tal vez me vea bien para quien mira con ternura, para quien no juzga.
Tal vez podamos poner el cuerpo distinto.
Tal vez el infierno nos dé una tregua y hagamos un poco de paraíso.

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